Juan 13:3-9
“Sabiendo Jesús
que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de
Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una
toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies
de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. Entonces
vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió
Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás
después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no
te lavare, no tendrás parte conmigo. Le dijo Simón Pedro: Señor, no sólo mis
pies, sino también las manos y la cabeza”.
Este pasaje nos
narra que estando Jesús cenando con sus discípulos antes de la fiesta de la
pascua, se levantó y “comenzó a lavar los pies de los discípulos”. En aquellos
tiempos, el sirviente de más baja categoría de la casa se encargaba de lavar
los polvorientos pies de los visitantes. Arrodillarse para llevar a cabo esta
tarea no era algo que el dueño de la casa solía hacer. Asimismo el Maestro
jamás lavaba los pies a sus discípulos. Según la costumbre judía lo normal era
todo lo contrario. Los discípulos solían mostrar sometimiento y respeto a sus
maestros por medio de esta acción. Con razón los discípulos se mostraron
sorprendidos ante la acción de Jesús.
Basadas en esta
acción, hay iglesias que han hecho una ordenanza la acción de lavar los pies
unos a otros. La idea es mostrar una actitud similar a la de Cristo y demostrar
ante los demás una disposición al servicio. Quizás algunos creyentes lo hagan
sintiéndolo de corazón, pero muchos llevan a cabo esta acción más bien como
parte de un ritual. En realidad el mensaje de Jesús para sus discípulos y para
todos aquellos que hemos sido rescatados por nuestro Salvador, no es
literalmente “lavar los pies”, sino más bien tener una actitud de servirnos
unos a los otros con amor y humildad.
En Mateo
capítulo 20, la madre de Juan y Jacobo le hace una atrevida petición a Jesús:
“Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y
el otro a tu izquierda” (Mateo 20:21). Jesús utiliza la ocasión para dejar
plasmado un mensaje que, sin duda, en aquella época era una declaración
revolucionaria. Dirigiéndose a sus discípulos les dice: “Sabéis que los
gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes
ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que
quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser
el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino
para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”
(Mateo 20:25-28).
El propósito de
Dios es que seamos “conformes a la imagen de su Hijo”, dice Romanos 8:29. Jesús
nos dio un claro ejemplo de humildad y de servidumbre a través de su vida
terrenal, y si queremos actuar conforme a la voluntad de Dios debemos imitarlo
en nuestro diario vivir buscando la oportunidad de servir a otros, haciéndolo
de todo corazón, deseando agradar a Dios, no con el fin de impresionar a los
hombres. Siempre que actuemos de esta manera, recibiremos recompensa de lo alto.
Así dice Colosenses 3:23-24: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como
para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la
recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís”.
Servir a los
demás no es algo que surge espontáneamente pues, lamentablemente, muchos de
nosotros preferimos que nos sirvan. Pero a Dios le agrada que mostremos una
actitud humilde con la cual imitemos el sentir de su Hijo. Así dice Filipenses
2:5-7: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús,
el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo”. La imagen
de Cristo en nuestras vidas se hace evidente cuando amamos tanto a Dios y a los
demás que instintivamente nos humillamos y nos esforzamos por servirles.
Complacemos a nuestro Padre celestial cuando estamos dispuestos a hacer
cualquier cosa que él nos pida por cualquier persona que lo necesite.
ORACIÓN:
Padre santo, yo
anhelo servirte y agradarte en todo lo que yo haga. Te ruego me ayudes a
lograrlo poniendo en mi corazón un ferviente deseo de servir a aquellos que me
rodean cada vez que se presente una oportunidad. En el nombre de Jesús, Amén.
“Gracia y Paz”
Dios te Habla
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