Tito 3:4-7
“Pero cuando se manifestó la
bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no
por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia,
por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo,
el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador,
para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la
esperanza de la vida eterna”.
¿Cómo y cuándo se manifestó la
bondad y el amor de Dios? Cuando envió a su hijo Jesucristo para que muriese en
la cruz en lugar de cada uno de nosotros. Y ese amor de Dios manifestado en la
entrega de su único hijo por la redención de cada uno de nosotros, es tan
infinito, tan imposible de describir con palabras, que el apóstol Juan
simplemente pudo escribir: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado
a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda mas tenga
vida eterna” (Juan 3:16). ¿Cómo describir el amor de un padre que sacrifica a
su único hijo por salvar a aquellos que lo rechazaron desde un principio?
Y de esta manera Dios nos exhorta
a amar a los demás. En el Sermón del Monte, Jesús dice a sus discípulos:
“Oísteis que fué dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero
yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced
bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”
(Mateo 5:43-44). Es muy fácil que amemos a nuestros hijos, o a los que han sido
buenos con nosotros. Pero, ¿amar a los que nos han herido? Jesús nos exhorta a
amar de esta manera porque primero él dio el ejemplo. En los momentos más
difíciles y dolorosos de su vida, mientras sufría el indescriptible dolor de la
crucifixión, Jesús clamó al cielo, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Este es el verdadero amor, aquel que hace
que nos olvidemos de nosotros mismos y pensemos primero en los demás.
Ahora bien, el verdadero amor no
se limita a expresarlo con palabras solamente, sino que implica acción. Debemos
amar como amó el buen samaritano (Lucas 10:25-37), que es el amor en acción
elevado a su máxima potencia. Es un amor que abarca a todos, al cónyuge, a los
hijos, vecinos, compañeros de trabajo. Incluye a quienes resulta fácil amar y a
quienes resulta difícil amar. Y alcanza aún a las personas que nos han
ofendido, que nos han herido, que nos han calumniado, que nos han hecho daño de
cualquier forma imaginable. Si queremos ser como Jesús, debemos amar como él
amó. Jesús miró a las multitudes y se compadeció, y sintió amor por cada uno.
Su amor abarcó al mundo entero, a toda la raza humana, desde el comienzo de los
tiempos hasta el final de los mismos. Su amor no conoció ni términos ni límites
y nadie fue excluido. Del más bajo pordiosero al más encumbrado monarca, desde
el más despiadado pecador hasta el más puro santo, su amor los incluyó a todos
en un gran abrazo.
La Biblia nos habla de un
hombre de mucha fe llamado Esteban el cual, siendo apedreado por una turba de
judíos enfurecidos, en medio del terrible dolor de las pedradas, “lleno del
Espíritu Santo”, de rodillas, muriendo, clamó a gran voz diciendo: “Señor, no
les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:54-60). Palabras similares a las
expresadas por Jesús en la cruz del Calvario. ¿Cómo es posible sentir tanto
amor como para desearles el bien a aquellos que nos están causando dolor?
Solamente el Espíritu de Dios obrando en nuestras vidas puede producir
semejante fruto.
Llegar a amar a alguien como Dios
nos ama, sobretodo si nos ha herido, es imposible para nosotros, pues nuestra
miserable y egoísta naturaleza carnal nos lo impide. Pero si nos hacemos el
propósito de obedecer a Dios, y amarlo y servirle como nos dice su palabra,
entonces el Espíritu Santo producirá en nosotros su fruto, y seremos capaces de
amar más allá de nuestras fuerzas. Para ello es necesario que busquemos el
rostro del Señor en oración cada día de nuestras vidas, y leamos su Palabra y
meditemos en ella, y la apliquemos a nuestras vidas.
ORACIÓN:
Amante Padre celestial, reconozco
que por mis propias fuerzas nunca podré amar a los demás como tú deseas que los
ame. Lléname de tu Santo Espíritu, y que en mí se manifieste su fruto para que
yo pueda amar aún a aquellos que me han herido u ofendido. Te lo pido en el
nombre de Jesús, Amén.
“Gracia y Paz”
Dios te Habla