“Y perseveraban en la doctrina de
los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en
las oraciones… Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo en
las casas, comían juntos, con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios,
y teniendo favor con todo el pueblo”.
Los versículos del comienzo dan
las principales condiciones que ocurrían en la iglesia cuando se produjo el
avance imparable del evangelio. Esas son las “sendas antiguas” a las que
debemos volver para ver la acción de Dios y su presencia poderosa entre
nosotros.
Era una iglesia que crecía en la doctrina de los apóstoles, es decir, la ocupación prioritaria de los apóstoles tenía que ver con la enseñanza de la Palabra y con ella, la edificación espiritual de los creyentes y su capacitación hacia la madurez espiritual. Cristo había establecido esto para los nuevos creyentes: “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mateo 28:20). En base al mandamiento de Jesús, los apóstoles se dedicaban continuamente a la enseñanza de los cristianos. La congregación se reunía cada día en el templo (v. 46), y en esas reuniones, entre otras cosas, los apóstoles enseñaban. La enseñanza formaba parte de las reuniones de los cristianos. A lo largo del libro se apreciará esto, que se destacará en cada ocasión. Baste aquí afirmar la perseverancia en la doctrina de los apóstoles. La iglesia era alimentada por la doctrina y la exposición de las Escrituras, cuyo ministerio estaba en manos de los apóstoles. Desde el principio, la enseñanza estaba en manos de los más capacitados, no en las de cualquiera, incluso de los ciento veinte, eran los apóstoles quienes enseñaban la doctrina. Esta práctica se establecería por los apóstoles a los líderes que ellos mismos habían formado, como decía Pablo a Timoteo: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Ti. 2:2). La enseñanza en manos de creyentes, no sólo fieles, sino también idóneos para enseñar a otros, que seguirían la práctica de la enseñanza a través de todas las épocas. Lo que debían enseñar aquellos que siguieran en el ministerio pos-apostólico, no era otra cosa que la misma enseñanza de los apóstoles. La doctrina bíblica no es negociable, es inalterable e inamovible a lo largo del tiempo. Los apóstoles enseñaban doctrina cada día a la iglesia naciente. Un serio peligro consiste en permitir enseñar a discípulos, quienes no están preparados para hacerlo. Generalmente enseñarán lo que entienden en la lectura de la Palabra, pero carecen de preparación para una correcta interpretación de ella. Estos hacen generalmente fuerza en todo aquello que los antiguos les enseñaron, sin valorar la verdadera razón de la interpretación dada a algunos pasajes bíblicos. Generalmente estos maestros incapaces de enseñar, generan discípulos a su imagen y semejanza, tan incapaces como ellos que, por no tener capacidad de interpretación bíblica siguen sujetando a esclavitud al pueblo de Dios, enseñándole como doctrina lo que ni siquiera es una correcta interpretación del texto bíblico.
Era una iglesia que crecía en la doctrina de los apóstoles, es decir, la ocupación prioritaria de los apóstoles tenía que ver con la enseñanza de la Palabra y con ella, la edificación espiritual de los creyentes y su capacitación hacia la madurez espiritual. Cristo había establecido esto para los nuevos creyentes: “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mateo 28:20). En base al mandamiento de Jesús, los apóstoles se dedicaban continuamente a la enseñanza de los cristianos. La congregación se reunía cada día en el templo (v. 46), y en esas reuniones, entre otras cosas, los apóstoles enseñaban. La enseñanza formaba parte de las reuniones de los cristianos. A lo largo del libro se apreciará esto, que se destacará en cada ocasión. Baste aquí afirmar la perseverancia en la doctrina de los apóstoles. La iglesia era alimentada por la doctrina y la exposición de las Escrituras, cuyo ministerio estaba en manos de los apóstoles. Desde el principio, la enseñanza estaba en manos de los más capacitados, no en las de cualquiera, incluso de los ciento veinte, eran los apóstoles quienes enseñaban la doctrina. Esta práctica se establecería por los apóstoles a los líderes que ellos mismos habían formado, como decía Pablo a Timoteo: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Ti. 2:2). La enseñanza en manos de creyentes, no sólo fieles, sino también idóneos para enseñar a otros, que seguirían la práctica de la enseñanza a través de todas las épocas. Lo que debían enseñar aquellos que siguieran en el ministerio pos-apostólico, no era otra cosa que la misma enseñanza de los apóstoles. La doctrina bíblica no es negociable, es inalterable e inamovible a lo largo del tiempo. Los apóstoles enseñaban doctrina cada día a la iglesia naciente. Un serio peligro consiste en permitir enseñar a discípulos, quienes no están preparados para hacerlo. Generalmente enseñarán lo que entienden en la lectura de la Palabra, pero carecen de preparación para una correcta interpretación de ella. Estos hacen generalmente fuerza en todo aquello que los antiguos les enseñaron, sin valorar la verdadera razón de la interpretación dada a algunos pasajes bíblicos. Generalmente estos maestros incapaces de enseñar, generan discípulos a su imagen y semejanza, tan incapaces como ellos que, por no tener capacidad de interpretación bíblica siguen sujetando a esclavitud al pueblo de Dios, enseñándole como doctrina lo que ni siquiera es una correcta interpretación del texto bíblico.
Es necesario entender bien que la iglesia necesita ser alimentada. En un tiempo en que la exposición bíblica ha declinado y donde la enseñanza es, no solo superficial, sino también inconsistente, creyentes debidamente formados en la Biblia, deben asumir el desafío de predicar la Palabra.
“Gracia y Paz”
(Samuel Pérez Millos)