Hebreos 9:22
“Y sin derramamiento de sangre no
se hace remisión”.
Colosenses 1:14
“En quien tenemos redención por
su sangre, el perdón de pecados”.
A la vez que es maravilloso lo
mucho que la Biblia
habla sobre el tema de la sangre, es también alarmante el poco énfasis que se
le da a este tema. En los treinta y un mil ciento dos versículos que tiene la Biblia , setecientos tratan
acerca del tema de la sangre, o sea, de cada cuarenta y cuatro versículos, uno
trata sobre este gran tema.
Al principio cuando Dios creo al
hombre, primero tomó del barro de la tierra y formó una figura de barro,
terminada la figura seguía siendo barro, pero entonces Dios “sopló en su nariz
aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). En el instante
del soplo de vida el barro se transformó en carne y huesos con todos sus
órganos, y se formó la sangre y comenzó a circular. Pues, contrario a todos los
demás tejidos del cuerpo que son fijos, esta, la sangre, es fluida y movible; y
recorre todo el cuerpo cada veinticuatro segundos, llevando vida y calor a todo
el cuerpo.
Cuando Dios puso a nuestros
primeros padres en el huerto les dio una orden diciendo: “De todo árbol del
huerto, podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no
comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17).
“Ciertamente morirás”, sentenció Dios; “no moriréis”, argumentó Satanás
(Génesis 3:4). Ellos desoyeron la verdad de Dios y creyeron la mentira del
diablo, la sentencia cayó sobre ellos: muerte. Muerte significa separación.
MUERTE FÍSICA Y ESPIRITUAL
Cuando el espíritu de Dios abandona
nuestro cuerpo, el cuerpo muere pues no recibe la vida del espíritu. Cuando el
espíritu de Dios se aleja, el espíritu del hombre muere pues no recibe la vida
de Dios. El hombre alejado de Dios está muerto en delitos y pecados (Efesios
2:1,5). Lo que hace del infierno un lugar horrible, tal cual lo describe la Biblia , no es la presencia
del diablo y de los demonios allí, sino la total ausencia de Dios de ese lugar,
la total separación de Dios de los que allí van.
Además de su espíritu que murió,
el hombre perdió su alma que se corrompió en vicios y en pecados. También el
hombre perdió su cuerpo perfecto que recibió; después de haber pecado, Dios
tuvo que decirle “al polvo volverás” (Génesis 3:19); así entró en el mundo la
enfermedad y la muerte. Y el hombre perdió su tierra también, perdió el señorío
de la tierra, señorío que pasó a manos de Satanás, quien es llamado “príncipe
de este mundo” (Juan 12:31).
Si Dios hubiese cargado o
ejecutado sobre el hombre la sentencia de muerte, pronunciada contra él, por
causa de su propio pecado, el hombre hubiese quedado irremisible y eternamente
separado de Dios. De ahí la necesidad de redimir al hombre, pagar el precio de
su rescate, cumplir la sentencia de muerte y recobrar para el hombre todo lo
que éste perdió. Desde el primer momento, cuando el hombre pecó, Dios mostró
que la redención vendría por medio del derramamiento de sangre de un sustituto
inocente.
Adán ofrecía sacrificios a Dios,
derramando la sangre de víctimas inocentes, lo cual también aprendió y práctico
Abel, quien tomaba de los corderos de su rebaño para sacrificar a Jehová
derramando la sangre de aquellos. Luego, todos los padres de familia
sacrificaban a Dios, los patriarcas, y más tarde los sacrificios y el
derramamiento de sangre de víctimas inocentes fue incorporado en la ley de
Moisés. Y un caudaloso río de sangre corre a través de las páginas de la Santa Biblia , así
como la sangre corre por todo el cuerpo humano impartiendo vida.
Pero la misma Biblia nos enseña
que estos sacrificios eran imperfectos y “no pueden hacer perfecto, en cuanto a
la conciencia, al que practica ese culto… Porque la ley, teniendo la sombra de
los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los
mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los
que se acercan… porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede
quitar los pecados” (Hebreos 9:9; 10:1, 4). Pero también, la Biblia enseña que ningún
hombre, ni con su sangre pecaminosa y corrompida, ni con sus riquezas
materiales, podía ni puede redimir al hombre. Dice el Salmo 49:6-8, leemos:
“Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan,
ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su
rescate (porque la redención de su vida es de gran precio…)”.
Y aun más la Biblia enseña que la
sentencia de muerte para el hombre dictada por la justicia de Dios tenía que
ser cumplida. “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que
nos amó” (Efesios 2:4), quería proveer perdón, pero a la vez no podía lesionar
Su justicia que reclamaba el castigo. ¿Cómo armonizar esos dos grandes
atributos de Dios: Su justicia y Su amor? para esto entra en función otro gran
atributo divino: Su sabiduría.
Y Dios en Su sabiduría traza el
plan de la redención con sangre “desde antes de la fundación del mundo” (1
Pedro 1:20); y por consiguiente, desde antes de la creación del hombre. Y todo
esto sin menoscabo de la demanda del castigo de Su justicia y sin descuido del
propósito de perdón de Su amor.
¿Y quién sería capaz de sufrir y
pagar la pena de muerte del hombre en todas sus consecuencias físicas,
espirituales y eternas, y luego no quedar muerto ni física ni espiritualmente
sino volver triunfante a la vida?
Tenía que ser hombre, pero no
podía ser exclusivamente hombre, porque no hubiese sido satisfecha la justicia
de Dios, pues, todos “pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”
(Romanos 3:23). Tenía que ser Dios, pero no podía ser exclusivamente Dios,
porque no hubiese sido bien aplicada la justicia de Dios pues Dios es justo y
santo. Entonces tenía que ser, a la vez, verdadero hombre y verdadero Dios. ¿Y
cómo haría Dios tal maravilla? David dijo: “He aquí en maldad he sido formado, y
en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5).
La ciencia afirma que el embrión,
el feto, el niño, en el seno de la madre en ningún momento recibe sangre de la
madre. La sangre se produce en el embrión con la simiente del varón. El hombre
pecador engendra más pecadores. Este Hombre Dios (Jesucristo) no podía ser
pecador, pues venía a pagar la deuda del hombre pecador, por lo mismo no podía
ser engendrado por el hombre pecador.
Por esta razón leemos en Lucas
1:30-35, como sigue: “Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has
hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a
luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo
del Altísimo; y el Señor le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la
casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Entonces María dijo al
ángel: ¿Cómo será esto? pues no conozco varón. Respondiendo el ángel, le dijo: El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios”.
Dios proveyó la manera que el
Hombre Dios, el Redentor, naciera de una mujer, pero no lo engendrara un
hombre, que fuera la simiente de la mujer (Génesis 3:15), pero no fuera la
simiente del hombre. Por medio de este milagro Jesús recibió de María su cuerpo
humano, y por esto es verdadero hombre; y recibió del Espíritu Santo su sangre
divina, y por esto es verdadero Dios.
Amados, la sangre de Cristo es
roja como la nuestra, pero no es como la nuestra; tiene glóbulos rojos como la
nuestra, pero no es como la nuestra; tiene glóbulos blancos como la nuestra,
pero no es como la nuestra; tiene coagulantes como la nuestra, pero no es como
la nuestra. La nuestra es humana, la de Él es divina. La nuestra es impura, la
de Él es pura. La nuestra mancha, la de Él quita las manchas. La nuestra es
culpable, la de Él es inocente. La nuestra es corruptible, la de Él es
incorruptible. La nuestra es de escaso valor, la de Él es preciosa. La nuestra
es temporal, la de Él es eterna.
Y sobre nuestro Señor Jesucristo,
el Hombre Dios, como nuestro sustituto “Dios cargó en Él el pecado de todos
nosotros” (Isaías 53:6), y “nos redimió de la maldición de la ley, hecho por
nosotros maldición” (Gálatas 3:13). Y después del derramamiento de su sangre,
pues, “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Después
de su muerte y resurrección ascendió al Cielo como nuestro sumo sacerdote con
esa sangre divina, pura, limpiadora, inocente, incorruptible, preciosa, eterna,
y “entró una vez y para siempre en el Lugar Santísimo (en el Cielo, para
presentarse ahora por nosotros ante Dios), habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos
9:12, 24).
Y por el poder, la eficacia, y la
vigencia de esa preciosa sangre, Cristo nos compró (Hechos 20:28); nos dio
remisión de pecado (Juan 19:34); somos justificados (Romanos 5:9); limpia
nuestras conciencias (Hebreos 9:14); nos redime (1 Pedro 1:18); nos limpia de
pecado (1 Juan 1:7); nos lava nuestros pecados (Apocalipsis 1:5); nos hace
cercanos a Dios (Efesios 2:13); somos rociados (1 Pedro 1:2); vencemos al
diablo (Apocalipsis 12:11); tenemos entrada en el Cielo (Hebreos 10:19).
Hermanos, por los infinitos
méritos de la redención, por la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo, el
hombre recobra todo lo que perdió. Su espíritu muerto en delitos y pecados es
vivificado, recibe la vida en Dios, y vuelve a tener comunión con Dios, y puede
adorar a Dios. Su alma corrompida, y esclava de vicios y pecados es salva, y
queda libre para alabar y servir a Dios. Su cuerpo sujeto a enfermedad y muerte
es sanado, y habrá de resucitar semejante al de Cristo.
Quien rechaza la redención, por el
sacrificio de Cristo, permanece esclavo del pecado e hijo del diablo. Jesús
dijo: “Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado… Vosotros sois de
vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Juan 8:34,
44). Pero quien acepta la redención por medio del sacrificio y la sangre derramada
en el calvario por Cristo, es comprado con tan elevado precio y es hecho hijo
de Dios. La Biblia
dice: “Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro
cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:20).
“Sabiendo que fuisteis rescatados
de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con
cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como
de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la
fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de
vosotros” (1 Pedro 1:18-20).
“Así que, hermanos, teniendo
libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo (…)
acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe (…) os habéis
acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a
la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los
primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el juez de todos, a los
espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y
a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Hebreos 10:19-22; 12:22-24).
¡Gloria a Dios! por el sacrificio de Jesucristo que es lo único que nos
garantiza la entrada al Cielo.
Amigo, si tienes puesta tu
confianza en una religión, en un jerarca religioso, en un dogma, en tus
limosnas y buenas obras, en los ritos y ceremonias que te harán después de
muerto, en un santo, virgen o apóstol; en el ocultismo con todas sus
ramificaciones, en una filosofía, o en el refinamiento cultural, en tu buena
conducta, o en tu moral. Amigo…, si es así, debo decirte que conforme a la Biblia ¡estás perdido! Lo
único que puede darte franca entrada en el Cielo es que te rindas a los pies de
Jesucristo y seas perdonado de todos tus pecados. Pues, en el Cielo “no entrará
ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que
están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Apocalipsis 21:27), los
que han lavado sus ropas y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.
Amado, acepta la limpieza de Su
sangre redentora y tu alma será emblanquecida. Amén.
Hebreos 9:13-14
“Porque si la sangre de los toros
y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos,
santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo,
el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios,
limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?”
“Gracia y Paz”
Vida Cristiana