Isaías 6:3, 5
“Santo, santo, santo, Señor de
los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria… Entonces dije: ¡Ay de
mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios… han visto mis ojos
al Rey”.
Dios es santo, por ello no puede
ignorar el pecado ni pasarlo por alto. Ni siquiera el hombre más espiritual
puede medir realmente cuán santo es Dios. Muy a menudo la Biblia habla de su
santidad. Sus ojos son muy limpios para ver el mal (Habacuc 1:13). El profeta
Isaías entrevió en una visión la gloria de Dios. Los ángeles, incapaces de
mirar esta gloria, se cubrían el rostro y repetían: “santo, santo, santo” es
Dios. Entonces Isaías sintió un gran temor. Se dio cuenta de que él, un
pecador, había sido desenmascarado por la gloria y la santidad sin igual de
Dios.
Para comprender el castigo
reservado al pecado, tenemos que ver la fealdad del pecado en contraste con la
grandeza y santidad de Dios. Si un niño insulta a su compañero, merece un
castigo, pero si insulta a un profesor o al director, merece un castigo mayor.
Si insulta al primer ministro, al rey o al presidente, ¡el castigo será todavía
más severo!
Esta graduación en el castigo nos
ayuda a comprender lo que como pecadores merecemos ante Dios. ¿Qué decir
entonces cuando se insulta a Dios, cuya grandeza y santidad son ilimitadas, infinitas
y eternas? La respuesta es evidente y aterradora. ¡Todos estamos perdidos y
merecemos el juicio de Dios!
¿Hay un medio para escapar? Sí,
hay un único medio: que alguien soporte ese juicio de Dios en nuestro lugar.
(Continua mañana…)
“Gracia y Paz”
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