Es un impresionante informe
médico. A la una de la tarde: paro cardíaco. Los médicos aplican
electrochoques. A las dos de la tarde: nuevo síncope. Reviven a la persona
mediante tremendos golpes eléctricos. Quince minutos después, el monitor no da
ninguna señal. Los médicos trabajan frenéticamente y vuelven a salvar a la
persona.
Tras un respiro de cinco horas:
nuevo síncope, nuevo paro y nuevo milagroso retorno a la vida. Y a las ocho de
la noche, cuarenta y cinco minutos después: otro paro, otros electrochoques y
otra resucitación.
Al día siguiente, a las seis de
la mañana, Geraldine Fletcher, de cincuenta y dos años de edad, toma
tranquilamente su desayuno. Llega a ser la primera persona que muere cinco
veces en un solo día, y es resucitada las cinco veces científicamente.
Para todo hay récords en este
mundo. Geraldine Fletcher, mujer morena, fuerte y animosa, batió el récord de
muertes y resucitaciones. Cinco veces, en el lapso de pocas horas, su corazón
dejó de latir, y las cinco veces, tras frenéticos esfuerzos médicos, volvió a
latir. Pero, ¿en realidad murió Geraldine? Los científicos dicen que no, que
fue una «cuasimuerte» de la que se recuperó a tiempo, pues nadie regresa de una
muerte verdadera.
Hay dos logros que jamás se han
podido alcanzar: uno es detener el envejecimiento; el otro es deshacerse del
día de la muerte. Aunque se han logrado fantásticos logros científicos en la
curación de enfermedades y en la resucitación de ciertas personas, no hemos
podido deshacernos ni del envejecimiento ni de la muerte.
«No hay quien tenga poder sobre
el aliento de vida, como para retenerlo —dice el Libro Sagrado—, ni hay quien
tenga poder sobre el día de su muerte» (Eclesiastés 8:8).
Por más buena salud que tengamos,
por más benéfico que sea nuestro ejercicio físico, por más acertada y eficaz
que sea nuestra dieta, a la larga todos nos inclinaremos hacia el sepulcro y
caeremos como roble gastado.
Para ese día inevitable, y para
la paz del alma mientras llega ese día, necesitamos un Salvador que nos dé
salvación y vida eterna, un Salvador que sea nuestro amigo durante el resto de
los años que nos queden por vivir. Ese Salvador y amigo es Jesucristo. Él desea
ser nuestro Señor eterno el día en que abandonemos este cuerpo.
Entreguémosle
nuestra vida a Cristo hoy mismo. Él será nuestro amigo fiel, hoy y para siempre.
“Gracia y Paz”
Un Mensaje a la Conciencia
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