Isaías 6:3
“Santo, santo, santo, Señor de
los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria”.
1 Juan 5:20
“Jesucristo. Este es el verdadero
Dios, y la vida eterna”.
A lo largo de los siglos, los
creyentes han experimentado confianza y temor a la vez en la presencia de Dios.
Moisés, al oír la voz de Dios, “cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a
Dios” (Éxodo 3:6). Este temor, manifestado también por otros creyentes como
Isaías o Pedro, no es miedo, sino un sobrecogimiento al estar en contacto con
lo que sobrepasa el mundo.
Esto es más que un objeto, una
fuerza, una persona, un ser. Es Dios, aquel que creó el mundo, quien se reveló
a Moisés, diciéndole: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14), expresión insondable.
Sin él todo quedaría en la nada.
Pero este Dios impresionante es
un Dios de bondad cuya presencia llena de alegría al creyente. Atraído hacia
Dios, el creyente puede testificar: “En cuanto a mí, el acercarme a Dios es el
bien” (Salmo 73:28). La actitud del adorador puede resumirse en dos palabras:
respeto y agradecimiento. Se inclina ante Dios por lo que Él es y le expresa su
admiración por lo que ha hecho.
Nos sentimos impulsados a adorar
cuando meditamos en el extraordinario hecho de que Dios, el Dios de eternidad,
haya venido a tomar nuestra condición humana. Sí, Jesús, el unigénito Hijo de
Dios, se hizo hombre. Sufrió, lloró, murió y volvió a la vida. Hizo todo eso
para darnos la vida, una vida eterna en comunión con él. Su amor lo llevó a
descender hasta nosotros para salvarnos.
“Gracia y Paz”
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