Marcos 16:6
“No os asustéis; buscáis a Jesús Nazareno,
el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le
pusieron”.
A lo largo de la historia, se han
oído grandes proclamas declarando acontecimientos cruciales. Sin embargo,
ninguna de aquellas ha sido tan transcendental, emotiva y jubilosa como la que
expresa el autor del Evangelio de Marcos, cuando exclama: ¡Ha resucitado! He
aquí el estruendoso grito de victoria que el Evangelio ha extendido por todas
las partes de la tierra. En efecto, el mensaje de la cruz es al mismo tiempo,
el mensaje de la resurrección (Hechos 1:22; 2:32).
La resurrección de Jesucristo
constituye junto con la ascensión – que es su complemento – el sello de la
aprobación del Padre sobre las afirmaciones y la obra expiatoria de su Hijo.
Estos fueron los dos acontecimientos que pusieron fin a la vida terrenal del
Salvador, que transformaron en exaltación su estado de humillación (Filipenses
2:5-11), y que marcaron el inicio de Su ministerio celestial. Por lo tanto, la
resurrección de Cristo es el milagro más grande reseñado en la Biblia y en la historia.
Los cuatro evangelistas se
esfuerzan por demostrar que Jesús resucitó corporalmente, que no era un
fantasma y que era el mismo Cristo que había vivido en la tierra. Cuando
analizamos la sección que trata de la pasión, especialmente en el libro de
Marcos, nos damos cuenta de que a diferencia de otros períodos de la vida de
Jesús, el evangelista narra esos días en un orden cronológico esmerado.
El período de la pasión es el más
vivido y el más importante. Marcos, con su estilo conciso y sencillo,
intensifica el valor de la narración y hace que uno se pregunte por qué tan
maravillosa persona, con tremenda autoridad, tuvo que llegar a un trágico fin.
Dos respuestas a esta pregunta
surgen en el mismo Evangelio. La primera es la declaración de Jesús, en Marcos
10:45, leemos: “Porque el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para
servir, y para dar su vida en rescate por muchos”. La tragedia fue parte
inevitable de su servicio a los hombres, y de la redención que realizara por
ellos. La segunda respuesta se encuentra en la última sección de Marcos 16:1-3,
que trata de la resurrección. El descubrimiento de la tumba vacía probó que
algo inexplicable, desde un punto de vista natural, había acontecido en el
huerto de José de Arimatea. El repentino terror de las mujeres demuestra que lo
inesperado había acontecido y que, realmente, Jesús había resucitado.
Es conmovedora la escena de las
mujeres encaminándose al sepulcro en la madrugada del primer día de la semana.
Aquellas llevaban especias aromáticas, pues deseaban ungir el cuerpo de Jesús
como tributo final de su amor hacia Él. Con la muerte del Maestro, se habían
desvanecido sus más caras esperanzas. En su tristeza, ellas habían olvidado que
el Señor había prometido que volvería a la vida después de su pasión y de su
muerte.
A medida que se acercaban al
sepulcro, surge la pregunta: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del
sepulcro?” (Marcos 16:3). La preocupación de estas mujeres era legítima y
válida, pues ellas estaban conscientes de que no podrían mover la piedra del
sepulcro que era extremadamente pesada, “era muy grande” (Marcos 16:4). Esa
toma de conciencia que manifestaron aquellas mujeres es digna de ser imitada.
En efecto, cuántas piedras hay en los “sepulcros” de nuestro corazón, las
cuales tratamos de quitar con nuestras propias fuerzas, y no reconocemos que si
no hay una intervención divina. Al igual que estas mujeres, nos preocupamos a
menudo por los grandes obstáculos en el camino de nuestra fe, sin contar con la
ayuda de Cristo, actuando como si Él estuviera muerto.
El gran amor que sentían por el
Señor llevó a aquellas mujeres al sepulcro, pero, cuando llegaron al lugar, las
dificultades habían desaparecido: el Señor había resucitado. Ninguno de los
cuatro evangelistas describe este maravilloso milagro, ni cuenta cómo Cristo
salió del sepulcro. Mateo nos dice que hubo un gran terremoto. Al mismo tiempo
que era sacudida la tierra, un ángel bajó del cielo e hizo rodar la piedra
hacia un lado.
¿Por qué el ángel rodó la piedra?
¿Para que las mujeres entraran, o para que Jesús resucitara? El ángel no quitó
la piedra para que Jesús pudiera salir, sino para demostrar que el sepulcro
estaba vacío. De forma invisible, maravillosa y silenciosa, el cuerpo
vivificado y transformado de Jesús ya había pasado a través de la piedra.
¡Gloria a Dios! Quienes buscan diligentemente a Cristo se percatarán de que las
dificultades que se cruzan en su camino se desvanecen de un modo sorprendente,
y que una mano invisible les ayuda más allá de lo que esperaban.
Al llegar a la tumba, las mujeres
se sorprendieron al ver que la piedra ya había sido retirada de la entrada.
Luego, cuando penetraron en el sepulcro, en lugar de encontrar el cuerpo de
Jesús, vieron a un mensajero de Dios quien les dio testimonio que Jesús no
estaba allí. Es interesante comprender las palabras del mensajero divino. Este
les dijo: “buscáis a Jesús Nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado”
(Marcos 16:6). Estas palabras encierran una verdad triple.
En primer lugar, se establece que
quien estuvo en la tumba fue el mismo que realizó grandes milagros durante su
ministerio terrenal. Por ende, el ángel le llama por su nombre, JESÚS EL
NAZARENO.
En segundo lugar, aquel que
estuvo en el sepulcro fue el mismo que había sido CRUCIFICADO, y por lo tanto,
no se trataba de un impostor.
En tercer lugar, nos encontramos
ante la declaración que constituye la base y el fundamento de nuestra fe, HA
RESUCITADO.
Aquel descubrimiento era
demasiado grande para aquellas mujeres. Se habían topado con algo sobrenatural
que, por el momento, no parecía tener explicación. El mensaje de aquel ángel
instó a las mujeres a realizar tres acciones. La primera, CREER, porque aunque
todo aquello era sorprendente, el mensajero celestial les recordó la promesa
del Señor, y les hizo ver que el sepulcro estaba vacío. La segunda acción es NO
TEMER, en otras palabras, “alégrate, Cristo ha resucitado”. Y para terminar,
COMUNICAR, “id, decid a sus discípulos” que ha resucitado de los muertos. ¡Ve a
proclamar! Esta es la orden que recibe todo aquel que ha experimentado el poder
de la resurrección.
La resurrección del Señor es el
sello por excelencia que garantiza la victoria contundente del crucificado. El
Hombre del calvario se ha constituido Rey y Señor de todas las cosas. Vemos
estampado su sello de resucitado en todos los actos que están registrados en el
Libro Sagrado.
Desde el testimonio de los
profetas hasta la garantía de la resurrección de los creyentes, vemos la marca
incomparable, inconfundible y legible del resucitado. La resurrección de Cristo
es el sello del testimonio de los profetas que, con voz firme y carácter
inquebrantable ante las adversidades de su tiempo, mantuvieron el mensaje que
predecía esperanza a su pueblo. Ese testimonio lo reseñamos en el cántico del
Siervo sufriente, que el profeta Isaías recoge en su libro diciendo: “Cuando
haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos
días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada” (Isaías 53:10).
La resurrección de Cristo es el
sello del testimonio que Jesús dio sobre sí mismo. Fueron varias las ocasiones
cuando Jesús declaró por sus labios todo lo que iba a padecer. Esto se hace
explícito cuando Cristo le dijo a sus discípulos que “le era necesario ir a
Jerusalén y padecer mucho... y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mateo
16:21).
La resurrección de Cristo es el
sello, el testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios. El apóstol Pablo hace una
de las declaraciones más hermosas al respecto. Así leemos en el libro de
Romanos 1:3-4, “acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje
de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el
Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”.
La resurrección de Cristo es el
sello que garantiza la resurrección y la gloria del creyente. Es en Cristo y
solamente en Él que el creyente puede alcanzar completa salvación. El apóstol
Pablo fue inspirado por el Espíritu Santo para escribir en sus epístolas todas
aquellas cosas que hemos alcanzado en Cristo. Unas ciento sesenta y cuatro
veces utiliza el sintagma “en Cristo”. Cuando analizamos la estructura de cada
una de sus cartas, nos damos cuenta de que el autor presenta: en Romanos, la JUSTIFICACIÓN en
Cristo; en Corintios, la
SANTIFICACIÓN en Cristo; en Gálatas, la LIBERTAD en Cristo; en
Efesios, nuestra UNIÓN en Cristo; en Filipenses, el GOZO en Cristo; en
Colosenses, la PLENITUD
de Dios en Cristo; y, por último, en Tesalonicenses presenta la GLORIFICACIÓN en
Cristo (1 Tesalonicenses 4:13-18).
La resurrección de Cristo es el
fruto del grano de trigo que cayó en tierra. Fue “echado en tierra” gracias a
su amor redentor en aquel día santo. Su tallo se abrió paso por la tierra en el
día de la pascua, orientándose hacia el cielo. Su tallo dorado penetró los
cielos en el día de la ascensión. Su espiga se llenó de multitud de granos en
la era indicada por el día de Pentecostés. La muerte y resurrección de Cristo
son la base de:
1.-
La reconciliación
con Dios de aquellos que antes eran enemigos: “Porque
si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo,
mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10).
2.-
La liberación del
dominio del pecado en la vida
del creyente: “Porque en cuanto murió, al pecado murió
una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros
consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor
nuestro” (Romanos 6:10,11).
3.- El Señorío de Cristo: “Porque Cristo para esto murió y
resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que
viven” (Romanos 14:9).
4.- La
obra intercesora
de Cristo a la diestra del
Padre: “Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Romanos
8:34).
La salvación que se consiguió en
la cruz sólo puede estar a nuestra disposición por medio del mediador levantado
y exaltado, y tan sólo por medio del Cordero manifestado en gloria se abren las
puertas de la gracia para todos. La resurrección corporal significa que el
redentor había vuelto a tomar plenitud de la naturaleza humana,
inmortalizándola, transfigurándola y glorificándola en su propia persona,
llegando a ser el “Postrer Adán”. Es necesario tener muy en cuenta que el
sacrificio propiciatorio de Cristo sólo puede beneficiar al pecador culpable,
dejando incólume la justicia de Dios si éste se halla unido con el Redentor
Santo por medio del nuevo nacimiento. Es únicamente por este medio que el
individuo puede ser renovado y que los redimidos pueden tener su existencia en
Cristo, “que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza
viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 Pedro 1:3). En
virtud del gran hecho (la resurrección), los salvos pueden experimentar aún
ahora la potencia de su resurrección y andar en novedad de vida como
resucitados con Él, ya que les ha sido dada “vida juntamente con Cristo” y
pueden servirle como Dios vivo con eficacia vital (Efesios 2:5, Filipenses
3:10, Romanos 6:5-10).
La resurrección de Cristo es el
hecho más firme y mejor atestiguado en toda la historia de la salvación. Por
tanto, hoy ni vamos al sepulcro ni tampoco nos preocupa quién removerá la
piedra. El mismo que resucitó ese mismo lo hará. Lo importante es responder al
mensaje que recibieron aquellas mujeres; creyendo, alegrándonos y proclamando
con toda convicción que ¡Él ha
resucitado!
“Gracia y Paz”
Verdades Bíblicas
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