Eran enormes pilas de cartas, y
cada día entraban nuevas. Llegaban entre cincuenta y cien cartas diarias,
principalmente de Europa y América, aunque también del resto del mundo. Su
destino era el correo de Jerusalén, y las autoridades no sabían qué hacer con
ellas. Eran cartas que iban dirigidas a «Dios en Jerusalén».
Una carta iba dirigida así: «El
Señor del mundo. Trono de gloria. Séptimo cielo. Jerusalén.» Algunas de esas
cartas contenían peticiones de ayuda, especialmente de solteras que buscaban
esposo. Otras venían de niños que habían sido abandonados. El jefe de correos
se vio obligado a tomar la decisión de quemar todas esas cartas. «No podemos
hacer otra cosa con ellas», concluyó.
Esta noticia de un número crecido
de cartas enviadas a Jerusalén y dirigidas a Dios debe hacernos reflexionar.
Que haya tanta gente en el mundo urgentemente necesitada y que no sabe cómo
hallar a Dios es sumamente triste.
Que haya necesidad de dirigirse a
Dios es evidente. Que este haya sido el anhelo de toda la humanidad de todos
los tiempos, también es evidente. Y que toda persona se sentiría feliz si Dios
le diera la respuesta que necesita, lo es igualmente.
En el Libro de Job, tal vez el
libro más antiguo de la Biblia ,
se expresa el mismo anhelo: «¡Ah, si supiera yo dónde encontrar a Dios! ¡Si
pudiera llegar adonde él habita! Ante él expondría mi caso; llenaría mi boca de
argumentos» (Job 23:3). Para satisfacer esa necesidad, el hombre ha inventado
toda clase de religiones y ha fundado toda clase de ciudades sagradas.
En cierta ocasión, Jesucristo
pasaba por la ciudad de Samaria cuando junto a un pozo se encontró con una
mujer samaritana. Ella, en la conversación que se suscitó, le dijo a Jesús:
«Nuestros antepasados adoraron en este monte, pero ustedes los judíos dicen que
el lugar donde debemos adorar está en Jerusalén.» A lo que Jesús le respondió:
«Los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad,
porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Juan 4:20-23).
Dios no está circunscrito a
ningún lugar, a ninguna organización, a ningún orden ni a ninguna religión. Si
tratáramos de describir el lugar donde se halla, tendríamos que concluir que se
encuentra en el lugar de nuestra necesidad. Lo hallamos en el corazón del
arrepentido. Lo hallamos en el dolor del humilde. Y más que todo, lo hallamos
al pie de la cruz de Cristo.
Dios
está ahora mismo tocando a la puerta de nuestro corazón. Abrámosle la puerta y
dejémoslo entrar. Él quiere ser nuestro seguro y eterno Salvador.
“Gracia y Paz”
Un Mensaje a la Conciencia
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