Apocalipsis 1:18.
“(Jesús dijo:) …Estuve muerto;
mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de
la muerte…”
La esperanza cristiana no sería
nada si no fuésemos conscientes de que Cristo está vivo. Nuestra fe en Jesús no
se limita a la apreciación de su ministerio de bondad, ni siquiera a sus
sufrimientos y muerte en la cruz. Si el Señor Jesús no hubiese resucitado,
nuestra fe sería vana (1ª Corintios 15:14).
Algunas mujeres fieles siguieron
al Señor a lo largo de su ministerio. Incluso asistieron de lejos y con gran
dolor a la escena de la crucifixión. Al atardecer de ese día pudieron ver dónde
dos hombres ricos, José de Arimatea y Nicodemo, colocaban el cuerpo de Jesús.
Después del sábado se dieron prisa para ir a la tumba y embalsamar el cuerpo de
su Señor. Salieron de casa muy temprano, cuando aún era oscuro, y llegaron a la
tumba cuando salía el sol. Pero otra luz, más brillante que la del sol, iba a
iluminar todo su ser. La vida triunfó sobre la muerte, así como la luz triunfó
sobre las tinieblas. La tumba estaba vacía, ¡Jesús había resucitado! Luego se
apareció a sus discípulos y les mostró las heridas de la cruz. “¡Señor mío, y
Dios mío!”, dijo Tomás al reconocerle (Juan 20:28).
Desde ese momento todo cambió
para los discípulos: la tristeza se convirtió en gozo, el temor en valentía y
la duda en seguridad. Un nuevo día había nacido para la humanidad: el día de la
buena nueva, proclamada aún hoy. Jesús nos dice: “Yo soy la resurrección y la
vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25).
“Gracia y Paz”
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