Hechos 20:16-24
“Porque Pablo se había propuesto
pasar de largo a Efeso, para no detenerse en Asia, pues se apresuraba por estar
el día de Pentecostés, si le fuese posible, en Jerusalén. Enviando, pues, desde
Mileto a Efeso, hizo llamar a los ancianos de la iglesia. Cuando vinieron a él,
les dijo: Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros todo el tiempo,
desde el primer día que entré en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, y
con muchas lágrimas, y pruebas que me han venido por las asechanzas de los judíos;
y cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y
por las casas, testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento
para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo. Ahora, he aquí, ligado
yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; salvo
que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me
esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo
preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el
ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la
gracia de Dios”.
Al apóstol Pablo lo consumía una
pasión que era aun mayor que su deseo de vivir o el temor al sufrimiento. Tenía
un ministerio que cumplir y un mensaje de salvación que dar. Sus palabras en
Hechos 20:24 nos ayudan a entender el concepto fundamental involucrado en
nuestra salvación. Pablo lo llamó el "evangelio de la gracia de
Dios".
Somos salvos simplemente porque
el Señor es misericordioso. Él sabía que nunca podríamos ser lo suficientemente
buenos para salvar la brecha que había entre nuestro pecado y su santidad. Es
por eso que usted nunca oirá hablar del "evangelio de la ley de
Dios". ¿Se puede imaginar cantando: "Sublime ley del Señor, que un
infeliz salvó"? Jamás podríamos cumplir los requisitos, especialmente por
la manera en que Jesús amplió el significado de la ley en el Sermón del monte
(Mateo 5-7). Pero la gracia es totalmente diferente; no tiene nada que ver con
nuestra valía o buen desempeño, sino se basa únicamente en el favor inmerecido
de Dios para con nosotros.
Lo más sorprendente es que la
única posibilidad para nuestra salvación, se encuentra en la fe. La gracia que
Dios nos da al salvarnos es su regalo, no algo que podamos lograr por nuestras
obras (Efesios 2:8-9). De lo contrario, tendríamos que limpiar nuestras vidas
para ser salvos, y eso anularía la gracia.
¡Alabado sea el Señor por su
maravilloso plan de salvación! Cristo pagó nuestra deuda de pecado con su
muerte, y lo único que tenemos que hacer es creerlo. Nunca tendremos que
preocuparnos de que no seamos suficientemente buenos, ni de que perderemos su
favor. Su gracia es para siempre.
“Gracia y Paz”
Meditación Diaria
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