Mateo 9:18-26
“Mientras él les decía estas cosas, vino un
hombre principal y se postró ante él, diciendo: Mi hija acaba de morir; mas ven
y pon tu mano sobre ella, y vivirá. Y se levantó Jesús, y le siguió con sus
discípulos. Y he aquí una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce
años, se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; porque decía dentro
de sí: Si tocare solamente su manto, seré sana; y al instante se detuvo el
flujo de su sangre. Entonces Jesús, volviéndose y mirándola, le dijo: Ten
ánimo, hija; tu fe te ha salvado. Y la mujer fue salva desde aquella hora. Al
entrar Jesús en la casa del principal, viendo a los que tocaban flautas, y la
gente que hacía alboroto, les dijo: Apartaos, porque la niña no está muerta,
sino duerme. Y se burlaban de él. Pero cuando la gente había sido echada fuera,
entró, y tomó de la mano a la niña, y ella se levantó. Y se difundió la fama de
esto por toda aquella tierra”
La escritura de hoy nos habla de una mujer que padecía de
flujo de sangre desde hacía doce años. Según Lucas, esta mujer “había gastado
en médicos todo cuanto tenía, y por ninguno había podido ser curada” (Lucas
8:43). Sin embargo con solamente tocar el manto de Jesús, creyendo en el poder
sanador del Señor, “al instante se detuvo el flujo de su sangre”. Pero no sólo
fue sanada físicamente, sino aun más importante, sus pecados fueron perdonados
y fue salva en aquel momento. Allí Jesús le dijo: “Ten ánimo, hija; tu fe te ha
salvado”.
También nos habla este pasaje acerca de un principal de
la sinagoga, el cual se llegó a Jesús, y postrándose ante él, le dijo: “Mi hija
acaba de morir”. Y le rogaba que fuese a su casa, diciendo: “Pon tu mano sobre
ella, y vivirá”. Entonces “se levantó Jesús, y le siguió con sus discípulos”.
Al llegar a la casa se encontraron a un grupo que tocaban flauta, y hacían
alboroto, lamentándose y llorando en señal de luto porque la niña había muerto,
como era costumbre en aquellos tiempos. Pero Jesús les dio su propio
diagnóstico: “Apartaos, porque la niña no está muerta, sino duerme”.
Seguidamente “tomó de la mano a la niña, y ella se levantó”.
Una pequeña historia cuenta que un viejo médico de campo
examinó detenidamente a su paciente, perplejo se rascó la cabeza, y le
preguntó: “¿Ha tenido esto antes?” El paciente contestó que sí. Entonces, el
médico frunció el ceño y le dijo: “Bueno, pues lo tiene otra vez”. Obviamente
no tenía la más mínima idea de cuál era el problema. No hay nada más frustrante
que un problema para el cual no se encuentra un diagnóstico. ¡Qué alivio es
encontrar un médico calificado que pueda decir confiadamente: “Este es su
problema y este tratamiento le va a ayudar”!
Jesús siempre identificó correctamente la condición de
todo aquel que acudió a él en busca de ayuda. Cualquiera fuese su problema,
independientemente de todas las opiniones previas, su diagnóstico siempre fue
acertado y los resultados de su intervención perfectos. Vemos la mujer del
flujo de sangre y la hija del principal de la sinagoga de las que nos habla el
pasaje de hoy. Marcos capítulo 10 nos relata la sanidad de Bartimeo, quien era
físicamente ciego, y en Juan capítulo 3 leemos acerca de Nicodemo, el cual era
espiritualmente ciego. En Lucas capítulo 7 Jesús sanó al siervo de un
centurión, y también resucitó al hijo de la viuda de Naín. Tenemos la historia
del endemoniado gadareno (Marcos 5), y de muchos leprosos, paralíticos y tantos
otros enfermos a los que el Señor sanó.
Es importante acudir a un Medico cuando estás enfermo,
pero más importante aún es saber en quien tienes depositada tu confianza. Jesucristo
es el Gran Sanador. Cualquiera sea tu problema o tu necesidad, sea física,
emocional o espiritual, él te invita a que lo busques, confíes en su
diagnóstico, y te coloques bajo su sabio y amante cuidado. ¿Confiarás tu vida
al Médico Divino, al único que puede sanarte de cualquier enfermedad, resolver
cualquier problema, y, aun más importante, salvarte de la condenación eterna?
Reflexiona en la enseñanza de hoy. Entonces contesta la pregunta. Tu respuesta
es de suma importancia para tu vida.
Oración:
Amoroso Padre celestial, gracias por tu Hijo, quien vino
a sanar, y a liberar, y a dar vida en abundancia a todos los que en él creen.
Hoy pongo mi vida en tus manos, y me someto totalmente a tu dirección y tu
cuidado. En el nombre de Jesús, Amén.
¡Gracia y Paz!
Dios te Habla
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