Romanos 12:1-2
“Así que,
hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros
cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto
racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la
renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta”.
Este pasaje es
parte de la carta del apóstol Pablo a los cristianos de Roma. En los capítulos
anteriores (1-11) Pablo escribió extensamente acerca del inmenso amor y la
infinita misericordia de Dios, demostrados en el sacrificio de su Hijo. Aquí,
él los exhorta a corresponder presentando sus cuerpos a Dios como un sacrificio
santo. Al decir “vuestros cuerpos”, Pablo quiere decir “vuestras vidas
enteras”, y llama a este acto “vuestro culto racional”. Es decir, es razonable,
es lógico que si el Hijo de Dios murió por mí, entonces lo menos que puedo
hacer es vivir para él. Para ello no podemos actuar como lo hace el mundo que
nos rodea que está lleno de egoísmo y sólo busca su propia satisfacción, sino
debemos ser transformados “por medio de la renovación de nuestro entendimiento”.
Esta es una transformación profunda que envuelve nuestra mente, nuestro corazón
y nuestro espíritu. Sólo así conoceremos la voluntad de Dios en nuestras vidas,
la cual es “agradable y perfecta”.
En una ocasión
alguien le preguntó al político norteamericano Daniel Webster (1782 – 1852)
cual era la convicción más firme que él había sentido en su vida. Él contestó
que sin duda alguna, su convicción más firme y profunda había sido el sentido
de responsabilidad que él tenía ante Dios. Esta es una respuesta perfectamente
lógica si consideramos que darnos la vida fue exclusivamente producto de la
voluntad de Dios y de su inmenso amor por su creación. Y ese amor se pone
constantemente de manifiesto en su cuidado, protección y provisión. Como si
esto fuera poco, con el fin de librarnos de la condenación eterna por culpa de
nuestros pecados, Dios entregó a su Hijo Jesucristo para que pagara con su vida
por todos los pecados de la humanidad y ofrecernos una vida mucho mejor, como dijo
Jesús en Juan 10:10: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan
en abundancia”. Lamentablemente, no obstante todo esto muchas personas creen
que no tienen nada que agradecer a nuestro Creador.
Cuando conocemos
a Jesús, y entendemos lo que él hizo por nosotros en la cruz del Calvario,
debemos sentir un profundo deseo de ofrecerle una vida entregada a su servicio.
El apóstol Pablo sintió esto profundamente cuando tuvo el encuentro con el
Señor en el camino de Damasco (Hechos 9). Allí le entregó su vida cuando,
“temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6).
Tiempo después, Pablo pudo pararse en la cubierta de un barco que se estaba
hundiendo y hablarles a todos los pasajeros que iban con él acerca “del Dios de
quien soy y a quien sirvo” (Hechos 27:23). Para él, esto era sumamente simple y
fácil de entender: “Yo pertenezco a Dios, por lo tanto le sirvo”.
Si queremos
imitar a Cristo, lo primero que debemos mirar es su disposición a servir no
obstante de ser Dios mismo. Sin embargo, se humilló y demostró su amor en el
magnánimo sacrificio de la cruz. Así escribió Pablo en su carta a los
filipenses, refiriéndose a Jesús, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó
el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la
condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:6-8).
Servir al Señor
es un enorme privilegio que tenemos los hijos de Dios. Sirvámosle con fervor y
pasión sabiendo que él puede usar a cada uno de nosotros para glorificar su
nombre y bendecir a un mundo que está tan necesitado de su paz y de su amor. Si
no sientes esa pasión en tu corazón, clama a Dios pidiéndole que te llene de su
Santo Espíritu y que ponga en ti el deseo de entregarte a él “en sacrificio
vivo” y de servirle incondicionalmente cada día de tu vida.
ORACIÓN:
Padre santo,
anhelo servirte en todo lo que tú desees para que tu nombre sea glorificado en
mi vida. Por favor pon en mí el espíritu de siervo que había en tu Hijo cuando
descendió a este mundo a entregarse por mí para darme la salvación de mi alma.
En el nombre de Jesús te lo pido, Amén.
“Gracia y Paz”
Dios te Habla
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