Juan 1:19-29
“Este es el testimonio de Juan,
cuando los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para que le
preguntasen: ¿Tú, quién eres? Confesó, y no negó, sino confesó: Yo no soy el
Cristo. Y le preguntaron: ¿Qué pues? ¿Eres tú Elías? Dijo: No soy. ¿Eres tú el
profeta? Y respondió: No. Le dijeron: ¿Pues quién eres? para que demos
respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Yo soy la voz
de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el
profeta Isaías. Y los que habían sido enviados eran de los fariseos. Y le
preguntaron, y le dijeron: ¿Por qué, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo,
ni Elías, ni el profeta? Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua; mas
en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que
viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar
la correa del calzado. Estas cosas sucedieron en Betábara, al otro lado del
Jordán, donde Juan estaba bautizando. El siguiente día vio Juan a Jesús que
venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”
Los judíos esperaban ansiosamente
la llegada del Mesías. El problema consistía en que ellos esperaban a alguien
que los librara del yugo del imperio romano. Sin embargo, el plan de Dios no
contemplaba una liberación superficial y temporal. No estaba el Señor
interesado en ofrecer a su pueblo simplemente la independencia de un gobierno
opresor. Su intención era ofrecer al mundo libertad de la esclavitud del pecado
y la condenación eterna. Juan el Bautista entendió perfectamente la misión del
Mesías en la tierra. En el pasaje de hoy, él vio a Jesucristo acercándose, y
declaró a todos en alta voz: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo”. Las palabras de Juan describieron como el Señor llevaría a cabo el
plan de salvación de Dios.
En el Antiguo Testamento, el
sacrificio era parte esencial del plan de Dios. En el capitulo 4 del libro de
Génesis vemos que Abel le ofreció a Dios, como ofrenda, la oveja mas gorda de
su redil. Y a Dios le agradó esta ofrenda. En Exodo capitulo 12, Moisés ordenó
a los israelitas que estaban esclavos en Egipto, que sacrificaran un cordero
por familia, y que tomaran de la sangre del animal y untaran el dintel de la
puerta de sus casas. De esta manera, el ángel de Jehová pasaría de largo esa
noche, y no llegaría a herir al primogénito de la casa que estuviese marcada
con la sangre. Y Levítico capitulo 16 describe como la Ley establecía que hubiese un
día al año para la expiación de todos los pecados de Israel. Ese día, el sumo
sacerdote ofrecería un sacrificio de sangre por toda la nación. En Malaquías
1:8, Dios advirtió a su pueblo que un animal enfermo era inaceptable. Los
corderos que serían sacrificados debían ser perfectamente sanos y sin defecto
alguno.
En el plan de salvación de Dios
para la humanidad, aquel que seria sacrificado tenía que ser perfecto y sin
pecado alguno. Solo Jesús, Dios mismo hecho carne, estaría calificado para
ocupar ese lugar. Solamente la sangre de Jesucristo podría salvar al mundo de
la condenación del pecado. Únicamente el Cordero de Dios podría pagar la deuda
de los pecados de toda la humanidad. Así dice Romanos 6:23: “Porque la paga del
pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor
nuestro.”
De esta manera, Cristo de una
sola vez y por siempre pagó por la expiación de todos los pecados del mundo, “y
no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar
Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario
padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la
consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio
de sí mismo para quitar de en medio el pecado.” (Hebreos 9:25-26).
Si tú has aceptado a Cristo como
tu salvador, alaba a Dios y dale gracias por el regalo de la vida eterna por
medio del sacrificio de su Hijo. Si no lo has hecho, reflexiona en esta
enseñanza, y abre tu corazón al único que puede pagar por todos tus pecados y
darte la entrada al cielo por toda la eternidad.
ORACIÓN:
Mi amante Padre celestial, no
tengo palabras para agradecerte por el sacrificio de tu Hijo amado con el fin
de pagar por todos mis pecados y los de toda la humanidad. Ayúdame, Señor, a
estar conciente del valor extraordinario de su sangre derramada en la cruz. Te
bendigo y te doy gracias en el nombre de Jesús, Amén.
“Gracia y Paz”
Dios te Habla
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