No hay nada en todo el universo
que traiga mayor felicidad que el perdón de Dios. El rey David cedió al
horrible pecado del adulterio y el asesinato. Durante un año o más reprimió el
sentimiento de culpabilidad y cubrió su pecado, tratando de continuar como si
no hubiera pasado nada. Su cargo requería que se comportara con dignidad, y que
sonriera aparentando felicidad, serenidad y cordura. Pero finalmente la
culpabilidad del pecado estrechó su garra sobre él, y experimentó intensamente
la amarga devastación del alma que causa el pecado. Ni el más lujoso automóvil,
ni la más rica mansión le habrían podido hacer feliz, cuando percibió la
gangrena que afectaba a su corazón.
Al experimentar el perdón de
Dios, escribió: "Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada
y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de
iniquidad y en cuyo espíritu no hay engaño. Mientras callé, se envejecieron mis
huesos en mi gemir todo el día, porque de día y de noche se agravó sobre mí tu
mano; se volvió mi verdor en sequedales de verano" (Salmo 32:1-4).
El perdón es maravilloso, pero
hay otra dimensión implicada: el borramiento de los pecados. Es simultaneo con
la dádiva de Dios (y la recepción por parte de la iglesia) de la lluvia tardía,
que prepara al pueblo de Dios para enfrentarse victorioso a los últimos
acontecimientos de la historia de esta tierra. "Arrepentíos y convertíos,
para que sean borrados vuestros pecados, y vengan los tiempos del refrigerio de
la presencia del Señor" (Hechos 3:19). Cuando Dios nos perdona, extirpa el
pecado de nosotros y lo arroja al fondo del mar, lugar en donde nadie puede
encontrarlo, ni siquiera él mismo. Pero NOSOTROS sí podemos desenterrarlo, tal
como hizo Judas Iscariote (quien había sido bautizado y ordenado, y hasta había
obrado milagros). Podemos crucificar de nuevo al Hijo de Dios, exponiéndolo a
la burla (Hebreos 6:6).
El "borramiento de los
pecados" es plural, subjetivo; afecta al propio santuario celestial. Es el
significado de Daniel 8:14: "Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas;
luego el santuario será purificado". El perdón de los pecados nos libera;
el borramiento de los pecados libera a Dios (en cierto sentido). En Cristo,
Dios ha tomado sobre sí la carga de los pecados de su pueblo, en su
controversia con Satanás. En el Día de la Expiación en el que estamos viviendo, nos
sometemos gustosos a la obra profunda de limpieza del corazón efectuada por
nuestro Sumo Sacerdote en el santuario celestial, en preparación para su segunda
venida en gloria.
Cuando el pecado es totalmente
erradicado del corazón de los creyentes que forman el pueblo de Dios, queda por
fin demostrado que el evangelio es poder de Dios para salvación para todo aquel
que cree, queda demostrada la eficacia del sacrificio de Cristo y reivindicado
todo el plan de la salvación. Cristo obtiene la victoria sobre Satanás en la
humanidad, único terreno en donde el pecado se había hecho fuerte, y Dios queda
glorificado ante el universo, libre de la acusación de Satanás de que lo único
que pueden hacer los hijos de Dios es seguir pecando, es decir, seguir viviendo
según el sistema de egoísmo que él mismo inventó.
"En este día se hará
expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de
Jehová" (Levítico 16:30). "Para que la multiforme sabiduría de Dios
sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades
en los lugares celestiales" (Efesios 3:10).
“Gracia y Paz”
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