Apocalipsis 1:5
“… Al que nos amó, y nos lavó de
nuestros pecados con su sangre”.
Sentí olor a quemado, así que,
fui corriendo a la cocina. No había nada en las hornillas ni en el horno. Mi
nariz me guió por toda la casa. Recorrí todos los cuartos hasta que,
finalmente, bajé las escaleras. El olfato me llevó a mi oficina y, después, a mi
escritorio. Miré hacia abajo y allí, mirándome fijamente con sus ojos grandes
que pedían ayuda, estaba Maggie, nuestra perra, nuestra terriblemente
«fragante» mascota. Lo que olía a quemado desde arriba era ahora un
inconfundible olor a zorrino. Maggie seguramente había peleado con un zorrillo
y ahora había ido hasta el rincón más escondido de nuestra casa para huir del
olor nauseabundo, pero no podía alejarse de ella misma.
El dilema de Maggie me hizo
pensar en la gran cantidad de veces que he tratado de huir de circunstancias
desagradables, para descubrir que el problema no era la situación, sino yo mismo.
Desde que Adán y Eva se escondieron después de haber pecado (Génesis 3:8),
todos hemos seguido su ejemplo. Huimos de las situaciones pensando que podemos
escapar de lo desagradable, pero luego nos damos cuenta de que el problema
somos nosotros.
La única manera de escapar de
nosotros mismos es dejar de escondernos, reconocer nuestra perversidad y
permitir que Jesús nos limpie (Apocalipsis 1:5). Doy gracias porque aún estamos
viviendo un periodo de gracia y, cuando pecamos, Jesucristo está dispuesto a
darnos una nueva oportunidad de empezar.
La
contaminación del pecado exige la purificación del Salvador.
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LEA: Génesis 3:6-13, 22-24
Biblia en un año: Hechos 17–18
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“Gracia y Paz”
Nuestro Pan Diario
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