Isaías 6:1-7
“En el año que murió el rey Uzías vi yo al
Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo.
Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus
rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba
voces, diciendo: Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos; toda la tierra
está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la
voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que
soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de
pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Señor de los
ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón
encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca,
dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu
pecado”.
¿Has estado alguna vez delante de la fama y la grandeza? Tal
vez le has estrechado la mano a un líder mundial. Quizás has estado cerca de un
atleta famoso. O puede que un escritor de mucho éxito te haya firmado un libro.
Estar cerca de personas muy famosas es muy emocionante. Los has visto por
televisión y has leído acerca de ellos en los periódicos, ¡pero ahora estás en
su presencia! Eso puede hacerte temblar. Sin embargo la realidad es que no
debía ser así, pues todos ellos son gente común y corriente. Es posible que
hayan hecho algo grande, pero en el fondo todos son seres humanos como tú y
como yo. A los ojos de Dios son pecadores que necesitan la gracia del único a
quien verdaderamente podemos llamar grande:
nuestro Dios todopoderoso.
En la escritura de hoy, mientras adoraba ante el altar
del incienso, el profeta Isaías recibió una visión y vio al Señor reinar como
Dios soberano sobre su reino. Entonces exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto;
porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que
tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Señor de los ejércitos”. La
grandiosa majestuosidad e infinita santidad de Dios produjeron en el profeta
una profunda convicción de pecado que lo llevó a confesar su miseria y su
inmundicia.
Ciertamente esta debía ser la actitud normal de cualquier
ser humano ante la santa presencia de Dios. Sin embargo con frecuencia las
personas actúan con irreverencia delante del Señor, y por otro lado se inclinan
ante la supuesta grandeza de otras personas que se encuentran en niveles
sociales más elevados. Por ejemplo, todo aquel que alguna vez en su vida tiene
el enorme privilegio de visitar a la reina Isabel de Inglaterra (y son muy
pocos) debe seguir el siguiente protocolo:
- El visitante jamás debe hablar primero; siempre debe esperar a que la reina le dirija la palabra.
- Nunca debe preguntar nada a su majestad real, debe limitarse a contestarle.
- En su primera respuesta tiene que añadir las palabras “Su majestad”.
- Al retirarse, nunca debe darle la espalda a la reina.
La Biblia dice en Hebreos 4:16: “Acerquémonos, pues,
confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia
para el oportuno socorro”. Es decir, sin ningún protocolo especial, con toda
confianza podemos llegarnos hasta el trono de la gracia de Dios y recibir de él
la gracia y la misericordia que necesitamos en ese momento. No obstante que él
es el Rey de reyes y el Señor de señores, no tenemos que usar títulos de la
nobleza al dirigirnos a él. Sólo necesitamos un corazón humilde reconociendo,
como el profeta Isaías, nuestra miseria y la infinita santidad de nuestro
Creador. Jesús nos dijo que le llamáramos simplemente “Padre Nuestro”. Así se
establece una relación de amor y de respeto, y al mismo tiempo de absoluta
confianza para llegarnos a él y traer nuestras cargas y nuestras necesidades.
Confía tu vida en las manos de Aquel que es grande en
poder, grande en amor y grande en misericordia. Conoce y disfruta de la
verdadera grandeza que existe solamente en Dios, buscando su rostro en oración
cada día, y deleitándote en su santa presencia.
ORACIÓN:
Dios grande y poderoso, Rey de reyes y Señor de señores,
me postro delante de tu santa presencia para adorarte como sólo tú mereces.
Gracias por el privilegio que has dado a tu pueblo de acercarnos confiadamente
a tu trono, y recibir tu amor y tu socorro. Por Cristo Jesús, Amén.
¡Gracia y Paz!
Dios te Habla
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