“Me propuse no saber entre vosotros
cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”. – 1 Corintios 2:2.
“Jesucristo de Nazaret, a quien
vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos…” – Hechos 4:10.
Los discípulos abandonaron a su
Maestro, uno lo traicionó y otro lo negó. Después de un proceso injusto, Jesús
fue condenado a ser crucificado. Algunas mujeres que lo habían seguido se
quedaron junto a la cruz observando lo que sucedía. Luego vieron cómo colocaron
su cuerpo en la tumba (Marcos 15:47, Lucas 23:55). En su amor ferviente por el
Señor, querían regresar, después del sábado, para embalsamar su cuerpo.
Así fue como el primer día de la
semana, muy de mañana, regresaron al sepulcro con las especias. Pero ¿qué
vieron? La gran piedra que cerraba la entrada estaba rodada y la tumba vacía.
Allí había dos ángeles. Uno de ellos dijo a las mujeres: “Sé que buscáis a
Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado” (Mateo 28:5-6).
¿A quién busca usted? ¿A Jesús
crucificado? Los discípulos, en el camino a Emaús, sólo pensaban en Jesús
crucificado, y estaban tristes (Lucas 24:17). Pensar en Jesús crucificado es el
punto de partida: murió por mí, llevó sobre sí mi pecado, recibió el castigo
que yo merecía. Pero hay que ir más allá: ¡Él resucitó! Una nueva luz surgió de
en medio de las tinieblas. Cristo venció a la muerte y al diablo, quien tenía
el poder sobre la muerte (Hebreos 2:14). ¡Qué maravillosa noticia, fundamento
del cristianismo: tenemos un Salvador resucitado que se halla en la gloria del
cielo!
“Gracia y Paz”
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