“He aquí que no se ha acortado la
mano del Señor para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras
iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros
pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír”.
Parece ser que nunca se había consultado tanto a sicólogos y consejeros familiares como en nuestra época, pues aspiramos a que nuestras relaciones con los demás sean más auténticas, afectuosas y profundas. Pero a menudo olvidamos que la barrera más grande entre dos personas es la envidia, la infidelidad, la maldad y la mentira… es decir, el mal. Cuando le hago daño a mi prójimo, interiormente se crea una distancia entre esa persona y yo. Por ejemplo, si hablo mal de él, se forma una barrera, aunque él no tenga ni idea de lo que he dicho.
Lo mismo sucede con respecto al
Dios Santo. Nuestra desobediencia, nuestros pensamientos impuros, nuestro
estado de rebelión contra él constituyen un obstáculo insuperable. ¿Quién
hubiera podido tomar la iniciativa de eliminar este obstáculo? Dios mismo,
porque también es amor. “Porque de tal manera amó Dios al mundo (a usted y a
mí), que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). En la cruz Jesús, el Hijo de Dios,
cargó con los pecados de todo el que desea recibir la gracia divina. Jesús pagó
por él; el obstáculo de sus pecados fue quitado y él recibe la vida eterna.
Pero aunque el creyente tenga una
relación viva, segura y eterna con su Dios, a veces un pecado viene a romper
esa comunión. Entonces es necesario confesarle ese pecado. “Él es fiel y justo
para perdonarnos” (1 Juan 1:9).
“Gracia y Paz”
La Buena semilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario