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martes, 8 de enero de 2013

LA BIBLIA Y LA INCINERACIÓN



Los pastores de nuestros tiempos deben estar muy bien preparados, especialmente en las Sagradas Escrituras, deben conocer muy bien la Biblia, porque las costumbres, las enseñanzas en nuestras iglesias, los innumerables libros que se publican casi a diario cuyo mensaje es de sospechosa inspiración, hacen que el hombre de Dios, que tenga una congregación grande o pequeña, deba responder a una avalancha de interrogantes que muchas veces rayan en la misma hechicería.

En estos últimos años se comenzó a practicar la cremación de los cuerpos. Muchos alegan que ello abarata el sepelio y que al mismo tiempo evita el uso de grandes espacios en los cementerios en donde ya no hay más lugar. Pero existe otro factor que tal vez ha pasado inadvertido para la gran mayoría, y que indudablemente ha contribuido sobremanera a la popularización de esta costumbre. Por increíble que parezca, el occidente se ha vuelto a las supersticiones del hinduismo en busca de esperanza. La religión que sólo ha servido para destruir a India, se ha infiltrado en todos los estratos de la sociedad occidental. Afirmando que no es religión, sino ciencia, está transformando las mentes de los occidentales, la ciencia, la medicina, los medios de comunicación, la política y la iglesia.

Son numerosos los occidentales que se han integrado al hinduismo y comenzaron a seguir a gurúes de India como resultado de la simple iniciación en una clase de yoga. El yoga es en muchos aspectos el corazón del hinduismo. No hay hinduismo sin yoga y no hay yoga sin hinduismo.

En la religión hindú el fuego es considerado una entrada sagrada hacia el mundo espiritual. Por eso, la cremación del cuerpo es fundamental en esta creencia, la cual tiene que tener lugar dentro de las seis primeras horas de la muerte de la persona. Mientras se lleva a cabo la ceremonia de cremación, se repiten “mantras” para purificar el cuerpo e indicarle al alma que puede continuar hacia el mundo espiritual. Luego se deben arrojar las cenizas en agua que fluye.

La cremación es la forma típica como los hindúes se deshacen de los cadáveres. Muchos hindúes devotos son incinerados en las colinas de la ciudad santa de Varanasi. Los muelles de Varanasi están hechos con concreto y losas de mármol, sobre los cuales se erigen las piras para el crematorio. Las cenizas son luego arrojadas al río Ganges o colocadas en urnas. Vemos entonces que el aumento en las cremaciones también se deben en parte a la infiltración de las religiones orientales en nuestro medio.

Sin embargo, hay cristianos que aunque ignoran las raíces ocultistas de esta costumbre, de ninguna manera se sienten tranquilos con tan drástica solución. Por lo tanto, a continuación cotejaremos las Escrituras y averiguaremos si está bien o no la costumbre de la cremación del cuerpo.


Los que fueron quemados

Pero, ¿qué quiere decir «cremación?» Simplemente se refiere a la «práctica de quemar o incinerar los cadáveres». Es más fácil sepultar las cenizas, esparcirlas por allí, arrojarlas al mar, que darle sepultura a todo un cuerpo. En la Biblia se mencionan varios casos de personas que fueron quemadas, incineradas, pero cuando se entere de quiénes fueron, creo que no le gustará ser una de ellas. Y dice la Escritura: “El que tomare mujer y a la madre de ella, comete vileza; quemarán con fuego a él y a ellas, para que no haya vileza entre vosotros” (Lv. 20:14).

Esta es la incineración colectiva de un hombre y dos mujeres, madre e hija. Lo notable es que en los versículos anteriores y posteriores, se mencionan otros pecados cuyo castigo también era la pena capital, pero en esos otros casos, aunque se habla de la muerte, no se dice nada de quemar a los culpables, de incinerarlos. Este es un caso de pecado extremo, algo que la Biblia llama “vileza”, por eso Dios ordena un castigo tan violento. Eran tan despreciables, que no debían quedar ni siquiera sus cuerpos.

El otro caso de incineración mencionado en la Biblia es el del horripilante culto demoníaco, donde se ofrecían seres humanos a los demonios, especialmente bebés, quemándolos vivos. La Biblia se refiere frecuentemente a esa práctica cuando dice: “...pues aun a sus hijos y a sus hijas quemaban en el fuego a sus dioses” (Dt. 12:31b).

Encontramos otro caso en el capítulo 7 de Josué donde dice: “Y el que fuere sorprendido en el anatema, será quemado, él y todo lo que tiene, por cuanto ha quebrantado el pacto de Jehová, y ha cometido maldad en Israel... Y todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos” (Jos. 7:15, 25b). Esto ocurrió con Acán y su familia. Es muy llamativa la descripción de que fueron apedreados y luego quemados después de muertos, no porque la familia fuese pobre y no dispusiera de lo necesario para que se les diera sepultura, sino porque en la Biblia la incineración del cuerpo es una muestra de desprecio total hacia la persona por haber cometido un acto de extrema maldad. Pero... ¿Qué cosa tan mala había cometido Acán? Había codiciado, guardado, ocultado y provocado 36 bajas innecesarias entre el pueblo de Israel que pudieron haberse evitado: “Y los de Hai mataron de ellos a unos treinta y seis hombres, y los siguieron desde la puerta hasta Sebarim, y los derrotaron en la bajada; por lo cual el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua” (Jos. 7:5). En el caso de Acán, fueron quemados él, su familia y sus posesiones. Esta familia murió por haber sido condenada a muerte. La incineración cabe perfectamente en el molde de una persona condenada a la pena capital.

Otro ejemplo lo tenemos en el triste caso del rey Saúl, un individuo que teniendo todas las oportunidades de vivir para Dios se vendió al enemigo. Cuando él y sus hijos cayeron muertos habiéndose suicidado en una triste y vergonzosa derrota frente a los filisteos, sus cuerpos fueron quemados. No olvidemos que la incineración recayó sobre una persona que se hizo despreciable a Dios y a los hombres y quien se entregó enteramente a Satanás, siendo dominado por los demonios de una manera total.

Así que la incineración realmente corresponde a los condenados a la pena capital o bien a los suicidas. Es verdaderamente triste lo que el escritor sagrado dice de Saúl y su final: “Mas oyendo los de Jabes de Galaad esto que los filisteos hicieron a Saúl, todos los hombres valientes se levantaron, y anduvieron toda aquella noche, y quitaron el cuerpo de Saúl y los cuerpos de sus hijos del muro de Bet-sán; y viniendo a Jabes, los quemaron allí” (1 S. 31:11, 12).

Para quienes alegan que la Biblia no prohíbe explícitamente la incineración, porque esta práctica apareció desde los días anteriores a Josué, o que el cuerpo presente una vez muerto no tiene valor alguno, o que la sepultura es muy costosa, me parece que los ejemplos bíblicos presentados aquí, son suficientes para llevarlos a una conclusión más definida. No todas las prácticas económicas y cómodas deben ser aceptadas por los cristianos, sino aquellas que la Biblia no condena y que están en perfecta concordancia con sus enseñanzas. Aquellos que dejan estipulado en su testamento que su cuerpo sea incinerado, o bien son incrédulos o cristianos resentidos, fracasados, dolidos y hasta ofendidos con Dios. Estas personas, de manera consciente o inconsciente, aunque en la mayoría de los casos en forma inconsciente, piensan que Dios no ha sido justo con ellos por haberles enviado la enfermedad o pobreza que arruinó sus vidas, la que tal vez ellos mismos malgastaron en buena parte.

En fin, es como quedar uno a uno con Dios. Es como decirle: «Tú me diste esa enfermedad y yo tomaré represalia, no quiero ni siquiera el cuerpo que me diste». La incineración es la actitud violenta de una persona contra algo que es propiedad de Dios, para destruirla. En el fondo el pecador piensa que Dios es el único culpable de toda su desdicha, a menos que acuda a Cristo arrepentido de sus pecados, sea regenerado y viva una vida cristiana de auténtica madurez.

La cuestión de la cremación no es tan sencilla como parece, aunque a primera vista luzca como algo completamente correcto al considerar que cada persona tiene derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Si el cuerpo nos perteneciera, podríamos hacer lo que quisiéramos con él, pero no nos pertenece, porque es una vivienda que Dios nos ha prestado. La Biblia habla mucho de la sepultura, pero no menciona para nada la cremación del cuerpo, excepto cuando éste NO ES TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO.

Cuando Dios habló de la muerte física del hombre dijo: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (Gn. 3:19). Dios no dice que el hombre es polvo y a ceniza volverá, sino que la implicación aquí es que el cuerpo se irá descomponiendo hasta tornarse en su elemento original, en polvo. Una de las funciones del fuego es quemar lo que no sirve, pero no podemos decir esto del cuerpo que Dios nos ha dado por la sencilla razón de que Dios nunca ha hecho algo que no sirva. La rebelión de nuestros primeros padres no tomó al Creador por sorpresa, él sabía de antemano lo que iba a ocurrir y desde un principio diseñó sus cuerpos para que sirvieran de morada a su Espíritu Santo.

Muchos argumentan que el cuerpo presente, una vez que su habitante lo abandona, no tiene valor alguno. Me basta un solo argumento para echar abajo esta hipótesis y es la resurrección. Si hubo un cuerpo que sin duda no valía nada más que el total desprecio, fue el de Job cubierto de sarna maligna, dolorosa y horripilante. Sin embargo, veamos lo que dice Job de su cuerpo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí” (Job 19:25-27).

Nuestro cuerpo no es para ser quemado, sino para ser resucitado. No puede estar en la categoría de algo que no vale nada porque es nuestra habitación y la morada del Espíritu de Dios el día de nuestra regeneración. Cuando colocamos el cuerpo en un ataúd y luego lo depositamos en una fosa que llamamos «sepultura», estamos colocando la semilla bajo tierra para que luego germine en la resurrección de los justos, transformado en un cuerpo nuevo maravilloso que Dios nos dará a cambio del presente. Pablo lo explica así con gran elocuencia: “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán? Necio, lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes... Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder” (1 Co. 15:35, 36, 42, 43).

No quiero decir con esto que Dios no podrá levantar a los muertos cuyos cuerpos fueron quemados, porque él es todopoderoso. Pero la enseñanza bíblica es que el cuerpo del cristiano, una vez muerto, debe ser puesto en una tumba con tanto cuidado y esmero como siembra el agricultor la semilla que desea que germine y dé fruto abundante. Ningún hombre puede ser juez de su propio cuerpo, él no lo hizo, es hechura de Dios. No tenemos el derecho de alegar que «nuestro cuerpo no sirve para nada». Detrás de cada cuerpo está su hacedor, Dios mismo. No podemos postularnos como jueces para juzgar la obra de Dios. Nuestro cuerpo es corona de la creación de Dios.

Es tan importante nuestro cuerpo que Pablo dice: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:10). Evidentemente nuestro cuerpo tiene una función más después de la muerte, después que lo hayamos abandonado. No quiero decir que resucitaremos exactamente en el mismo cuerpo, sino que Dios todavía hará referencia a él, tal como si lo tuviéramos ante su presencia.

En este cuerpo hemos habitado durante todo el tiempo de nuestra peregrinación, en él hemos amado y odiado, trabajado y en ocasiones hasta holgazaneado, sufrido y disfrutado, reído y llorado, nos hemos deprimido y hemos encontrado fortaleza, hemos ayudado y consolado. No podemos decidir cuánto vale nuestro cuerpo, esto le corresponde a Dios. Son de tanto valor nuestros cuerpos que dice el Señor Jesucristo: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Jn. 5:28, 29).

Otro argumento más en pro de la incineración, es que un entierro resulta muy costoso, y parece tan correcto y hasta cristiano que un hijo de Dios se preocupe por los que quedan para darle sepultura. Una de las personas que realmente no se había preparado para la sepultura y que murió demasiado joven fue Jesús. Él no poseía ni un centavo en ningún banco, no tenía propiedad alguna, no contaba con algo que pudiera venderse para obtener lo necesario a fin de darle sepultura. Sin embargo, la Biblia dice que no solamente fue sepultado, sino que fue enterrado como sólo lo eran los reyes y hombres prominentes: “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte...” (Is. 53:9). “Después de todo esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos, rogó a Pilato que le permitiese llevarse el cuerpo de Jesús; y Pilato se lo concedió. Entonces vino, y se llevó el cuerpo de Jesús. También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno. Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús” (Jn. 19:38-42).

Como podemos notar, Jesús no tenía riquezas, ni se le ocurrió jamás dejar un testamento para que incineraran su cuerpo al morir. Y si de capacidad económica se habla, permítame citarle lo que yo llamo la “declaración de bienes del Señor”: “Viéndose Jesús rodeado de mucha gente, mandó pasar al otro lado. Y vino un escriba y le dijo: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mt. 8:18-20).

Si hubo en el mundo una persona pobre, ese era Jesús, no tenía absolutamente nada, excepto a Dios a su lado. Sin embargo, a su muerte, el Señor puso en el corazón de gente buena y compasiva, el deseo de hacer lo mejor para que su cuerpo recibiera digna sepultura. Sin que el Señor Jesucristo se hubiera preocupado jamás por su sepultura, su cuerpo fue colocado en una tumba completamente nueva, como si se tratara de un hombre rico, ¡y hasta se encontraba en un huerto!

Pero alguien dirá: «¡Claro, claro, se trataba del propio Señor Jesucristo, el Mesías, el salvador del mundo!» Pero... ¿Acaso Jesús no fue despreciado, burlado, ridiculizado, rechazado y luego muerto? Aunque murió por nuestros pecados no habiendo pecado jamás, fue considerado como un criminal más. Cuando un cristiano muere sin bienes de fortuna y necesita sepultura, Dios siempre tiene preparado a un José o a un Nicodemo para que hagan el trabajo correspondiente sepultando su cuerpo.

Es notable que cuando una persona pobre muere y se hace un llamado por ayuda a través de la radio o la televisión, inmediatamente hay respuesta. El argumento de que un entierro es muy caro no tiene base. Nunca debemos preocuparnos demasiado por no ser carga a la hora de la sepultura, aunque siempre es prudente y hasta cristiano que uno tome las precauciones para este viaje sin par, cuando por única y última vez abandonamos la morada y partimos para la eternidad.


Porque no a la incineración

* La Biblia dice que nuestro cuerpo es obra de Dios. Usted puede ser blanco o de color, alto o bajo, puede tener ojos celestes, verdes, pardos o negros, sin embargo es creación divina: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gn. 2:7). Nuestro cuerpo es una verdadera maravilla. Es la pieza maestra de la creación divina y fue hecho como “tabernáculo” para que habitáramos en él, mientras Dios así lo quiera.

* Dios nos lo dio para su servicio. Nuestro cuerpo es uno de los medios dados por Dios para usarlo en su gloria y servicio: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo...?” (1 Co. 6:15). “...Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Co. 6:13). “...Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:20).

El cristiano que realmente sirve a Dios tiene muchas memorias gratas de su cuerpo. El hombre y la mujer cristianos saben que su cuerpo es para el servicio del Señor. La Biblia no dice que nuestro cuerpo es descartable, sino que al cesar en sus funciones debe ser tratado como una semilla, no como la paja. La paja es para el fuego y la semilla para ser guardada en el granero, en el alfolí, y luego ser depositada bajo tierra a fin de que germine y se multiplique. Así también ocurrirá con nuestro cuerpo. Su belleza, apariencia y resistencia se aumentarán cuando recibamos un cuerpo glorificado y eterno.

* Los hombres y mujeres de Dios fueron sepultados. A medida que leemos la Biblia vemos aparecer figuras muy prominentes en las filas de los patriarcas, jueces, profetas, apóstoles y otros. Basta recordar a personas como Abraham, Sara, Moisés, Jacob, Isaac, Raquel, José, etc. Muchos de ellos no sólo fueron sepultados dignamente, sino que también fueron embalsamados. Algunos hasta dieron instrucciones detalladas respecto al lugar en donde debían sepultar su cuerpo, cómo sepultarlo, y otros detalles.

Veamos algunos ejemplos: “Fue la vida de Sara ciento veintisiete años; tantos fueron los años de la vida de Sara. Y murió Sara en Quiriat-arba, que es Hebrón, en la tierra de Canaán; y vino Abraham a hacer duelo por Sara, y a llorarla. Y se levantó Abraham de delante de su muerta, y habló a los hijos de Het, diciendo: Extranjero y forastero soy entre vosotros; dadme propiedad para sepultura entre vosotros, y sepultaré a mi muerta de delante de mí” (Gn. 23:1-4). Los versículos 15 y 16 del capítulo 23 de Génesis nos dicen que Abraham compró un terreno por valor de cuatrocientos siclos de plata, de un tal Efrón hijo de Zohar, donde finalmente sepultó a su esposa Sara. Prácticamente todo el capítulo 23 de Génesis trata del asunto de la muerte y sepultura de Sara, la esposa de Abraham. Abraham no estaba preocupado por su bolsita de cenizas, sino por darle digna sepultura al cuerpo de esta mujer santa.

De Raquel se dice: “Así murió Raquel, y fue sepultada en el camino a Efrata, la cual es Belén. Y levantó Jacob un pilar sobre su sepultura; esta es la señal de la sepultura de Raquel hasta hoy” (Gn. 35:19, 20).

De Isaac dice la Biblia: “Y fueron los días de Isaac ciento ochenta años. Y exhaló Isaac el espíritu, y murió, y fue recogido a su pueblo, viejo y lleno de días; y lo sepultaron Esaú y Jacob sus hijos” (Gn. 35:28, 29). En este caso no sólo se destaca la sepultura de Isaac, sino también que sus dos hijos, Esaú y Jacob, quienes en otra época fueran enemigos a muerte, se ocuparon del asunto con gran esmero.

Y leemos sobre Jacob: “Les mandó luego, y les dijo: Yo voy a ser reunido con mi pueblo. Sepultadme con mis padres en la cueva que está en el campo de Efrón el heteo, en la cueva que está en el campo de Macpela, al oriente de Mamre en la tierra de Canaán, la cual compró Abraham con el mismo campo de Efrón el heteo, para heredad de sepultura. Allí sepultaron a Abraham y a Sara su mujer; allí sepultaron a Isaac y a Rebeca su mujer; allí también sepulté yo a Lea... Y cuando acabó Jacob de dar mandamientos a sus hijos, encogió sus pies en la cama, y expiró, y fue reunido con sus padres” (Gn. 49:29-31, 33). ¿Puede usted imaginarse a los hijos de Jacob, metiendo su viejo cuerpo en un horno para luego incinerarlo?

Y sigue diciendo la Escritura: “Entonces se echó José sobre el rostro de su padre, y lloró sobre él, y lo besó. Y mandó José a sus siervos los médicos que embalsamasen a su padre; y los médicos embalsamaron a Israel. Y le cumplieron cuarenta días, porque así cumplían los días de los embalsamados, y lo lloraron los egipcios sesenta días... Entonces José subió para sepultar a su padre; y subieron con él todos los siervos de Faraón, los ancianos de su casa, y todos los ancianos de la tierra de Egipto, y toda la casa de José, y sus hermanos, y la casa de su padre... Subieron también con él carros y gente de a caballo, y se hizo un escuadrón muy grande. Y llegaron hasta la era de Atad, que está al otro lado del Jordán, y endecharon allí con grande y muy triste lamentación; y José hizo a su padre duelo por siete días. Y viendo los moradores de la tierra, los cananeos, el llanto en la era de Atad, dijeron: Llanto grande es este de los egipcios... Hicieron, pues, sus hijos con él según les había mandado; pues lo llevaron sus hijos a la tierra de Canaán, y lo sepultaron en la cueva del campo de Macpela...” (Gn. 50:1-3, 7-13).

Muchas veces se menciona que este fue un evento especial, porque fue la triste tarea de sepultar los restos de este gran hombre llamado Jacob. Hubiera sido más fácil llevar sus cenizas a Canaán, pero ni a Jacob ni a sus hijos jamás se les cruzó siquiera la idea de tal posibilidad. Esta sepultura de paso era un vínculo de amor entre sus hijos y un testimonio elocuente para Canaán, aunque ellos no sabían que no era un duelo egipcio, sino de Israel.

Cualquier persona que haya concurrido alguna vez a un sepelio verdaderamente cristiano, sabe cuán importante es el cuerpo presente y la asistencia de todos los hermanos para acompañar a los familiares de la persona que acaba de partir. Familiares, amigos y hermanos en la fe tienen la oportunidad de mostrar por última vez su aprecio y respeto, no a una bolsita con cenizas, sino a un cuerpo entero cargado de recuerdos y vivencias.

Al seguir examinando la Escritura, encontramos que José, otro gigante de la fe, también fue sepultado: “Y murió José a la edad de ciento diez años; y lo embalsamaron, y fue puesto en un ataúd en Egipto” (Gn. 50:26). Luego dice en Éxodo 13:19: “Tomó también consigo Moisés los huesos de José…”, al salir con el pueblo de Israel de Egipto, de acuerdo con el juramento que le hicieron antes de su muerte, de que al sacarlos Dios de Egipto su cuerpo no quedaría allí.

Todos estos casos son claros testimonios para nosotros. Tenemos la oportunidad de examinar, no solamente la vida y conducta de cada uno de estos personajes bíblicos, sino también su muerte: “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos” (Sal. 116:15). Dice en Lucas 16, que cuando ese mendigo (que representa al hombre temeroso de Dios) murió “…fue llevado por los ángeles al seno de Abraham…” (Lc. 16: 22). En Hebreos 1:14, hablando de los ángeles, la Biblia dice: “¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?”

Pero... ¿Por qué se da tanta importancia a la sepultura cuidadosa y adecuada del cuerpo de los que han sido fieles a Dios? ¿Por qué ninguno de los grandes hombres y mujeres de Dios fueron incinerados? Lázaro, de quien se dice que era amigo de Jesús, al morir no fue incinerado, sino sepultado. Fue por eso que cuando Jesús llegó cuatro días después de su muerte, Marta su hermana, le dijo que su cuerpo ya estaba descomponiéndose. Por supuesto que si hubieran sepultado una bolsita con cenizas, no habría existido ese temor de descomposición, y sin duda tampoco se habría materializado esa gran resurrección, no porque el Señor Jesucristo no tuviera poder para hacerlo, sino porque nunca se incineraba el cuerpo de un santo.

Cuando Jesús murió, la tierra tembló y muchos sepulcros se abrieron, al punto que la Biblia dice: “Y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos” (Mt. 27:52, 53). La Escritura enfatiza que se abrieron los sepulcros, no las botellas o bolsitas con cenizas. ¿Por qué? Porque los sepulcros que se abrieron en esa ocasión contenían “cuerpos de santos”, que es lo mismo que decir cuerpos de salvos.

De Moisés se dice: “Y murió allí Moisés siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová. Y lo enterró en el valle, en la tierra de Moab, enfrente de Bet-peor; y ninguno conoce el lugar de su sepultura hasta hoy” (Dt. 34:5, 6). Como no hubo quien sepultara el cuerpo de Moisés, dice la Biblia que Dios mismo se encargó de este trabajo, no tuvieron que incinerarlo. El fuego es siempre un elemento de destrucción. Dios lo usó muchas veces para destruir a los impíos. Sodoma y Gomorra fueron acabadas por el fuego. Según el capítulo 3 de la segunda epístola de Pedro, el mundo presente será destruido por el fuego. El infierno es fuego que nunca se apaga y allí irán a parar todos los impíos. Por eso dice la Biblia: “A algunos que dudan, convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne” (Jud. 22, 23).

El fuego siempre ha sido un elemento de juicio divino. Satanás, el Anticristo y el falso profeta, serán echados al lago de fuego. Los paganos ofrecían a sus hijos, “haciéndolos pasar por fuego”. El fuego es un elemento de destrucción violenta y dolorosa. Por eso dice en 1 Corintios 3:15, que algunos se salvarán “…aunque así como por fuego”.

Conclusión

·      Los cristianos jamás deben considerar la cremación del cuerpo como algo normal.
·      Deben ser los primeros en ofrecer sepultura cristiana.
·      Deben recordar que el hombre en su condición tripartita: “…espíritu, alma y cuerpo…” (1 Ts. 5:23), es la corona de la creación de Dios.
·      Deben tener bien presente que los casos principales de cuerpos incinerados, pertenecían a hombres y mujeres apartados de Dios e involucrados hasta con el mismo Satanás.
·      Los cristianos jamás deberían dejar testamento o instrucciones a sus familiares de que sus cuerpos sean incinerados.
·      Deben recordar que sus cuerpos son moradas del Espíritu Santo.
·      Deben entregar su cuerpo al Señor al igual que su alma y espíritu.
·      Deben recordar que si bien el cuerpo presente no es más que un tabernáculo, una tienda temporal, es diseño divino, no humano.
·      El cuerpo muerto del cristiano debe ser un elemento de reflexión a la hora del velorio.
·      Finalmente, deben recordar que un día ellos volverán para retomar sus cuerpos ya transformados.


“Gracia y Paz”
Aprendiendo la Sana Doctrina

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