Salmo 85:4-6
“Restáuranos, oh Dios de nuestra
salvación, y haz cesar tu ira sobre nosotros ¿Estarás enojado contra nosotros
para siempre? ¿Extenderás tu ira de generación en generación? ¿No volverás a
darnos vida, para que tu pueblo se regocije en ti?”.
Generalmente los hombres impíos
aman más las tinieblas que la luz y no vienen a la luz para que sus obras no
sean reprendidas; muchos prefieren creer a la mentira más que a la verdad (Juan
3:19-21). Lamentablemente esa misma situación estaba imperando en el pueblo de
Israel.
El profeta Jeremías y otros
profetas hablaron verdad al pueblo, pero ellos no quisieron creer. Hasta el
profeta llegó a pensar que le era una afrenta hablar de parte de Dios. Sin
embargo, los falsos profetas le hacían ofrecimiento, al pueblo, y les resultaba
más fácil creer que las naciones vecinas estaban para ayudarlos y ampararlos.
Le era más fácil creer tal cosa que la Palabra de Dios. El profeta Jeremías, les
amonestaba que si no se apartaban de su mal camino vendría el juicio y
precisamente de parte de las naciones vecinas.
Ese juicio llegó, vino el
cautiverio, Nabucodonosor sitió la ciudad y el templo. La mayoría de ellos
fueron cautivos, otros murieron y quedó un remanente muy pequeño. Después de un
juicio tan devastador como el que les sobrevino y el tiempo que llevaban
cautivos era de esperarse que sus esperanzas humanas fallecieran, no había
manera de salir de Babilonia y regresar de nuevo a su tierra.
Cuántas veces quizás oraron a
Dios y pidieron su ayuda para salir de aquel cautiverio, pero era como si Dios
no les escuchara porque no había respuesta alguna. Lo que había en sus mentes y
corazones era que seguirían cautivos y que nunca más volverían a disfrutar de
la libertad que un día tuvieron.
Recuerde que Jerusalén fue
llamada “la señora de provincias”, “la grande entre las naciones”, era una
ciudad de gloria, pero se descuidaron y ahora vinieron a ser siervos, esclavos,
de manera que fueron tratados de una forma severa, terrible e inhumana
(Lamentaciones 1:1). Por ello sus esperanzas habían muerto. En el Salmo 85 el
pueblo oraba: “Restáuranos, oh Dios de nuestra salvación, y haz cesar tu ira
sobre nosotros” (v.4). Realmente se sentían muertos, destruidos, arruinados y
sin esperanzas. Y en su oración ellos se preguntaban: “¿Estarás enojado contra
nosotros para siempre? ¿Extenderás tu ira de generación en generación? ¿No
volverás a darnos vida, para que tu pueblo se regocije en ti?” (vv.5, 6).
El pueblo reconoce que la única
manera que el hombre puede estar gozoso es a través de la experiencia, del
encuentro, del toque de parte de Dios. Cuando Dios toca a una persona, no
importa en las condiciones que se encuentre, Dios lo cambia. La Sagradas Escrituras
nos hablan de aquella mujer que vivía en Naín, ella venía llorando, con dolor
en su corazón, porque llevaba a enterrar a su hijo; pero Cristo acercándose,
tocó el féretro y, le ordenó al muchacho que se levantara y entonces el joven
se incorporó, pasó de la muerte a la vida (Lucas 7:11-17). Cuando Cristo toca
imparte vida porque Él es el único que puede sacarnos de la muerte a la vida.
Y aquellos Israelitas decían:
“¿No volverás a darnos vida, para que tu pueblo se regocije en ti?” (Salmo
85:6). La única manera de tener gozo es con la presencia de Dios, con su
comunión. Cuando el hombre pierde la comunión con Dios pierde la paz, entonces
entra en una depresión. Cuando trata de salir y solucionar los problemas de su
espíritu y su alma con sus propias fuerzas, a través del licor, la droga y
otros vicios, se destruye. Pero cuando el Señor toca, las cosas cambian, no
importe que esté muerto Dios le da la vida, porque Él es la vida. Con un toque
del Señor se rompen las cadenas, la muerte, el vicio, el pecado y todo aquello
que el mundo ofrece quedan deshechos por Su mano poderosa; con el toque del
Señor los corazones quedan libres.
“La mano de Jehová vino sobre mí,
y me llevó en el Espíritu de Jehová, y me puso en medio de un valle que estaba
lleno de huesos… y por cierto secos en gran manera. Y me dijo: Hijo de hombre,
¿vivirán estos huesos? Y dije: Señor Jehová, tú lo sabes. Me dijo entonces:
Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd palabra de Jehová. Así
ha dicho Jehová el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu en
vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre
vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y
viviréis; y sabréis que yo soy Jehová. Profeticé, pues… y he aquí tendones
sobre ellos, y la carne subió, y la piel cubrió por encima de ellos; pero no
había en ellos espíritu.
Y me dijo: Profetiza al espíritu,
profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así ha dicho Jehová el Señor:
Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán. Y
profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron, y
estuvieron sobre sus pies; un ejército grande en extremo. Me dijo luego: Hijo
de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. He aquí, ellos dicen:
Nuestros huesos se secaron, y pereció nuestra esperanza, y somos del todo
destruidos. Por tanto, profetiza, y diles: Así ha dicho Jehová el Señor: He
aquí yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras
sepulturas, y os traeré a la tierra de Israel...” Ezequiel 37:1-14
El capítulo 37 de Ezequiel se
refiere al restablecimiento físico y espiritualidad de Judá. Nos proporciona
una buena ilustración de lo que será el avivamiento que tendrá lugar en la Iglesia del Señor. ¿No se
ha preguntado usted por qué Dios no llevó al profeta a un templo, o a un
jardín, o a otro lugar diferente? Se lo llevó a un cementerio para darle un
mensaje, a un lugar solitario, desierto, donde solo yacían huesos humanos
esparcidos por todo el valle. El profeta cuando vio aquel panorama quizás deseó
regresar inmediatamente, pero estaba de la mano del Señor porque el Espíritu de
Dios lo había llevado para darle un mensaje, para que entendiera plenamente la
condición del pueblo. Tal vez veía al pueblo en cautiverio, pero lo veía con
vida. Jamás se pudo imaginar hasta dónde ese pueblo había descendido,
espiritualmente, estaba muerto.
Cuando Ezequiel es llevado al
valle de huesos secos ya habían pasado tantos años que los esqueletos estaban
apartados y todos los huesos regados. Y luego le pregunta Dios: “Hijo de
hombre, ¿vivirán estos huesos?” (v.3a) El profeta no pudo decir otra cosa que:
“Señor Jehová, tú lo sabes” (v.3b). En estas palabras se está exaltando la
soberanía de Dios. El profeta reconoce que Dios lo sabe todo, y que en Él está
la potestad, si desea dar vida. Entonces vino respuesta de parte de Dios:
“Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd palabra de Jehová”
(v.4).
Dios nos ha llevado a
experiencias profundas y espirituales a través de la Palabra y nos deja ver el
panorama de muerte por todas partes y le dice a la Iglesia : “¿Vivirán estos
huesos?” Nosotros como pueblo de Dios que hemos creído en Su soberanía podemos
decir: ¡Sí vivirán! Por lo tanto, nuestra responsabilidad es llevar el mensaje
de vida, que cambia, transforma, liberta y rompe las cadenas a un mundo que se
pierde.
Dios lleva al profeta a esta
experiencia para que su mensaje sea más convincente. Cuando el comenzó a
profetizar vio aquellos huesos unirse cada hueso con su hueso. Luego comenzaron
a subir los tendones, la carne y piel los cubrió, ya no eran esqueletos sino
cadáveres sobre la arena del desierto. Y luego profetizó al espíritu y entró
espíritu de vida en ellos y se levantaron, se pusieron en orden como un
ejército. Nótese que dice que profetizó como le fue ordenado y no como le
parecía, o creía. El mensaje no es conforme a los que creemos, pensamos, no a
la imaginación; sino que hay que profetizar conforme al mensaje auténtico,
genuino, verdadero, bíblico, con celo, unción y revelación.
La verdadera Palabra es capaz de
restaurar las vidas, rompe cadenas, produce cambios, es la Palabra la que hace que el
pecador vuelva a la vida. Es el Espíritu de Dios el que entra a lo profundo de
cada corazón y a la conciencia y lo levanta no importa hasta donde haya
descendido y cual sea su condición.
Cuando el espíritu entró en esos
huesos secos no se quedaron medios vivos, ni medios muertos. No, se levantaron
vivos completamente, y estuvieron sobre sus pies como un ejército en marcha.
Hay quienes siendo fornicarios, ladrones, adúlteros, mentirosos y pecadores se
atreven a decir que el Espíritu Santo ha venido a sus vidas y les ha bautizado.
Cabe aclarar que cuando el Espíritu Santo de Dios viene lo primero que hace es
cambiar, transformar, saca la muerte, lo que queda es vida, por lo tanto usted
tiene que ser diferente porque se cumple la Palabra del Señor que dice: “De modo que si
alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí son
todas hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Por eso debemos preocuparnos por
la vida, por la unción del Espíritu Santo porque allí está la diferencia. El
cristiano lleno del Espíritu Santo es diferente, se consagra, adora, levanta
sus manos, ríos de agua viva corren por su interior.
El pueblo estaba en cautiverio y
este mensaje del profeta era la esperanza, no todo está perdido en medio de la
ira hay misericordia. Dios quería llevarles a su tierra, hacerlos una nación
soberana. No permanecían cautivos en Babilonia porque allí las cadenas se iban
a romper, y reedificarían las ruinas, la ciudad, el templo y la gloria de
aquella casa sería mayor que la primera.
Algunos historiadores señalan que
la vida de los judíos allí en Babilonia era un cuadro muy triste. Estaban junto
a los ríos de Babilonia y allí lloraban, una de las cosas que más torturó sus
mentes y sus corazones eran los recuerdos de la gloria de Dios en Jerusalén.
Dios utilizó el recuerdo para que el pueblo volviera a desear aquellos días de
gloria. Ellos lloraban y hasta colgaron sus instrumentos de música, estaban
inactivos espiritualmente, pero había razones para sentirse tristes y sin gozo,
no podían cantar, ni tocar los instrumentos; la razón principal era que estaban
en tierra de extraños, era tierra de cautiverio. Faraón pretendía que el pueblo
de Israel ofreciera sacrificios a Jehová en Egipto por eso cuando Moisés le
pidió que dejara ir al pueblo al desierto, él contestó, ¿por qué ir tan lejos
si aquí en Egipto se puede hacer los sacrificios?
A Satanás le incomoda que usted
sea santo, que renuncie al pecado, que rompa con las amistades y con aquellas
cosas que le roban la comunión con Dios. Lo que no quiere el diablo es que
usted tenga vida. Desde luego que los que están muertos no son blancos de
ataque de Satanás, esos no son de su interés. Lo que le choca a Satanás y le da
dolor es la santidad; cuando encuentra hombres y mujeres santos que no se
doblegan ante sus exigencias, que se mantienen fieles y firmes; que pueden
decir “preferimos morir antes que ceder”.
Los babilonios decían: “Canten
algunos cánticos de Sion”. El pueblo de Dios respondía: “no podemos cantar”.
¿Por qué no? Si allí estaban las arpas y
todo lo que necesitan. No podían porque faltaba lo principal, y esa era la
libertad, y si no hay libertad no se puede cantar. Por eso usted en ocasiones va
al culto a la congregación y aunque todo el pueblo se goza usted está como
espectador, mirando de un lado a otro y hasta ha tratado de levantar las manos
para adorar, pero no puede porque hay una cautividad en su corazón, no tiene la
libertad para alabar a Dios. Pero la
Palabra desea darle vida, levantarlo y romper sus cadenas.
Dios quiere un pueblo libre, Él desea darle vida, y que experimente la gloria
de su poder.
Se necesita la libertad para
poder alabar, y glorificar el nombre de Dios. ¿Por qué muchos no se sienten
libres? Porque fueron llevados cautivos por su pecado, por su orgullo, su
vanidad, egoísmo, por un pecado inconfeso que anidó en su corazón, porque
aborrece a alguien, porque se ha enojado con su hermano y no le habla, siente
envidia de ver cómo Dios le ha levantado y le prospera. Hay cosas que pueden
estar afectando la comunión, y la relación con Dios, que pueden encadenarnos,
llevándonos a una prisión espiritual, y por eso no se puede alabar a Dios y
darle la gloria debida a su nombre. Muchos van al templo y se quedan en el
atrio y no pueden entrar al lugar santísimo porque para entrar hay que estar
limpios de toda inmundicia, en comunión y armonía con las Sagradas Escrituras.
Los que se quedan en el atrio hacen a Dios una oración de memoria, mecánica,
por lo tanto no están adorando ni alabando a Dios.
Tenemos muchas razones para
alabarle, Él nos ha salvado, nos ha sanado y bendecido; pero también tenemos
que adorarle y amarle con profundo amor, de corazón, estar enamorados de Dios
para poder desear estar en el lugar santísimo y levantar las manos y adorarle
en espíritu y en verdad. No por lo que Él nos ha dado sino por lo que Él es. Él
es Dios y nosotros sus criaturas por lo tanto le debemos adoración.
¿Qué le ha robado el fervor del
comienzo de ir a la iglesia a darle gloria y alabanza a Dios? El libro de
Isaías capítulo 52, verso 2, dice el Señor a Su pueblo, leemos: “Sacúdete del
polvo; levántate y siéntate, Jerusalén, sueltas las ataduras de tu cuello,
cautiva hija de Sion”. Note que Dios le dice al pueblo que se sacuda, que se
levante, que se siente y suelte las ataduras. El Señor no dice le voy a soltar
las ataduras, sino que da una orden “suelta las ataduras de tu cuello”, es
usted que tiene que romper con esas ataduras, compromisos, y esas amistades que
lo tienen atado, que no le dejan adorar a Dios. Es usted quien tiene que romper
las ataduras.
Amado hermano, no se enamore
haciendo yugo desigual no se deje llevar por emociones. Rompa con las cadenas
para que quede libre y el espíritu sople de los cuatro vientos y le de nueva
visión.
¿Quieres vida? Rompe las
ataduras, rompe la máscara que te colocas para ir al culto. Basta ya con la
hipocresía religiosa, tenemos que volvernos a Dios y romper las cadenas para que fluya su gloria y nos
santifique. Él quiere una renuncia total, separación total del mundo para que
la gloria de Dios descienda sobre su vida.
“Gracia y Paz”
Aprendiendo la Sana Doctrina