Apocalipsis 3:20
“He aquí, yo estoy a la puerta y
llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y
él conmigo.”
Aunque en muchas ocasiones este
pasaje se utiliza con fines de evangelizar a los no creyentes, lo cierto es que
esta carta la escribe el apóstol Juan, por revelación del Señor Jesucristo, a
una de las siete iglesias de Asia, la iglesia de Laodicea. Jesús hace una
invitación a aquellos que han creído en él, es decir a su iglesia, a cenar con
él. Jesús dice que él está tocando a la puerta. ¿A qué puerta se refiere? A la
puerta del corazón. El dice que entrará y cenará con aquel que escuche su voz y
abra la puerta de su corazón.
En aquellos tiempos el desayuno y
el almuerzo se tomaban de manera muy similar a los tiempos actuales. Cada
miembro del hogar desayunaba un poco a la carrera a medida que iban saliendo
para el trabajo. El almuerzo lo tomaban en cualquier lugar donde se encontraban
a esa hora. Pero la cena era algo muy distinto. Todos juntos se sentaban a la
mesa y como no había televisión, ni cine, ni nada que hacer por la noche, aquel
era el momento en que la familia podía compartir y conversar acerca de las
actividades del día, tranquilamente, sin apuros. Era un rato de verdadera
comunión familiar.
Cuando Jesús habla de cenar con
aquel que abra la puerta de su corazón, realmente está hablando de una íntima
comunión. Está mostrando su deseo de relacionarse con cada uno de nosotros de
una manera personal, profunda, sin ninguna prisa. La principal necesidad de
nuestra vida cristiana es la comunión con el Señor. La vida espiritual dentro
de nosotros viene de Dios, y es completamente dependiente de él. Tal como
necesitamos cada momento respirar el aire renovado, tal como el sol cada
momento envía su luz a la tierra, así como el agua del arroyo se renueva
constantemente, nuestros espíritus sólo pueden ser renovados en la comunicación
directa con Dios sobre una base diaria.
El maná de un día se corrompía al
día siguiente. En la oración modelo aprendimos a pedir “el pan nuestro de cada
día”. Así mismo, cada día debemos tener la gracia fresca del cielo, que viene a
través del Espíritu Santo cuando tenemos una íntima comunión con el Señor.
Comienza cada día buscando la santa presencia de Dios, y dejando que él te
abrace.
Quizás tú hayas aceptado a
Jesucristo como tu Salvador. Un día lo recibiste en tu corazón y Jesús entró.
La pregunta es: ¿Acaso lo has dejado sentado en la sala, esperando, mientras tú
te ocupas de otras cosas por los cuartos, o haciendo algo en la cocina, o
limpiando algún área de la casa, mientras tu huésped de honor está solo en la
sala? Resiste el afán y el “corre-corre” de esta vida, y dedica cada día un
tiempo, temprano en la mañana, si es posible, a disfrutar de la comunión con el
Señor. El día te rendirá más, te cansarás menos, y aunque te encuentres algunas
situaciones difíciles mantendrás la paz y el gozo de Dios en tu corazón.
Trata de vivir una vida de íntima
comunión con el Señor. Toma tiempo para encontrarte con él diariamente. No te
apresures en tus momentos de oración, disfruta ese tiempo profundamente, hasta
que sientas que la paz y el gozo de Dios te envuelven totalmente, como declaró
David en el Salmo 37:4: “Deléitate asimismo en el Señor, y él te concederá las
peticiones de tu corazón”. Busca su rostro cada día en oración, escudriña las
Escrituras, medita en ellas, sigue sus instrucciones, aplícalas a tu diario
vivir. Así sentirás la dulce presencia del Señor en tu vida, y recibirás
abundantes bendiciones.
ORACIÓN:
Padre santo, yo anhelo vivir en
constante comunión contigo. Ayúdame a levantarme cada día con un corazón
dispuesto a adorarte y listo para rendirme ante tu santa presencia. En el
nombre de Jesús, Amén.
“Gracia y Paz”
Dios te Habla
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