La Escritura describe a la conversión en términos que
implican o indican un cambio de naturaleza: Nacer de nuevo, transformarse en
nuevas criaturas, resucitar entre los muertos, renovarse en el espíritu de la
mente, morir al pecado y vivir para la justicia, despojarse del viejo hombre y
vestirse del nuevo, ser participantes de la naturaleza divina, etc.
En consecuencia, si no hay cambio real y duradero en la
gente que piensa que se ha convertido, su religión no vale nada, cualesquiera
sean sus experiencias. La conversión es un cambio completo de dirección del
hombre desde el pecado hacía Dios. Dios puede refrenar el pecado en la persona
no conversa, por supuesto, pero en la conversión Dios cambia el corazón y la
naturaleza de ellos desde el pecado a la santidad. La persona conversa se
transforma en enemiga del pecado.
¿Qué podemos entonces decir de la persona que declara que
ha experimentado la conversión pero cuyas emociones religiosas se desvanecen
con rapidez, dejándola prácticamente igual a lo que era antes? Se le ve tan
egoísta, mundana, necia, perversa y no cristiana como siempre. Eso habla en su
contra mucho más que lo que cualquier experiencia religiosa pueda hablar de
ella.
En Cristo Jesús, ni la circuncisión ni la incircuncisión,
ni la experiencia dramática, ni la silenciosa, ni un maravilloso testimonio, ni
uno aburrido, cuentan para nada. Lo único que cuenta es una nueva creación.
Jonathan Edwards
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