¿VIVES UN CRISTIANISMO INCOMPLETO?
Hechos 19:1-5
“Aconteció que entre tanto que Apolos estaba
en Corinto, Pablo, después de recorrer las regiones superiores, vino a Efeso, y
hallando a ciertos discípulos, les dijo: ¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando
creísteis? Y ellos le dijeron: Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo.
Entonces dijo: ¿En qué, pues, fuisteis bautizados? Ellos dijeron: En el
bautismo de Juan. Dijo Pablo: Juan bautizó con bautismo de arrepentimiento, diciendo
al pueblo que creyesen en aquel que vendría después de él, esto es, en Jesús el
Cristo. Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús”.
Esta escritura nos dice que, durante su tercer viaje
misionero, el apóstol Pablo llegó a la ciudad de Efeso. Allí Pablo halló un
pequeño grupo de discípulos, a los cuales preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu
Santo cuando creísteis?” Ellos contestaron que ni siquiera habían oído que
existía el Espíritu Santo. Estos hombres habían recibido el bautismo de Juan el
Bautista. La predicación de Juan era una advertencia a todos de lo que les
pasaría si no se arrepentían de sus pecados, pero no incluía las buenas nuevas
de salvación que más tarde conocerían a través de la predicación de Jesús. Juan
estaba creando las condiciones para lo que vendría después. Así como dijo el
profeta Isaías unos ocho siglos antes: “Voz del que clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (Isaías 40:3). Por eso Juan
anunció a todos: “Viene tras mí el que es más poderoso que yo, a quien no soy
digno de desatar encorvado la correa de su calzado. Yo a la verdad os he
bautizado con agua; pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Marcos 1:7-8).
Cuando reconocemos que, producto de nuestros pecados,
somos merecedores de la condenación eterna damos el primer paso hacia nuestra
liberación pero no es suficiente, pues entonces nos esforzamos en comportarnos
mejor pero inevitablemente fracasamos porque tratamos de hacerlo por nosotros
mismos, lo cual es imposible. Entonces caemos en un estado de frustración y
desesperanza. Es como escuchar de labios del médico el diagnóstico de una
terrible enfermedad sin que al mismo tiempo nos dé la esperanza de que exista
un tratamiento para su cura. Aquellos discípulos conocían las consecuencias de
sus pecados, pero no la gracia de Cristo ni el poder del Espíritu Santo. Su
“religión” era una lucha que no había alcanzado el momento de la paz.
En esta situación estaban aquellos hombres cuando Pablo
les habló de aquel a quien Juan el Bautista les había anunciado como “el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Fue entonces que
creyeron en el Señor Jesucristo y en su nombre fueron bautizados, recibiendo el
Espíritu Santo. Más adelante dice que Pablo continuó predicando y enseñando la
Palabra de Dios “por espacio de dos años, de manera que todos los que habitaban
en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús” (Hechos 19:10).
El poder de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo se manifestó plenamente
sobre la doctrina incompleta que existía entonces en aquella región. Desde
entonces comenzaron a manifestarse cambios en la iglesia.
Es necesario entender que, aunque es muy importante, no
es suficiente reconocer que hay que hacer cambios en nuestras vidas. Es
imprescindible creer que la gracia de Dios, a través del sacrificio de su Hijo,
es lo único que puede salvarnos de la condenación eterna. Romanos 10:9 dice que
“si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que
Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. Aceptar a Jesucristo como
salvador es el primer paso en nuestro camino al cielo, pero no debemos olvidar que se requieren cambios profundos en
nuestros corazones y en nuestras mentes que nos muevan a actuar de manera que
nuestro testimonio glorifique el nombre de Dios. Con este fin el
Espíritu Santo viene a morar en nuestros corazones. Nuestra parte consiste en
alimentar nuestro espíritu por medio de la oración y estudio de la Palabra de
Dios diariamente. Así creceremos en el aspecto espiritual hasta que lleguemos
“a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”, como dice Efesios 11:13.
ORACIÓN:
Amoroso Padre celestial, te doy gracias por el inmenso
sacrificio de tu amado Hijo; y aunque soy inmerecedor de tan grande redención, te
ruego me ayudes a entender tu infinita gracia y a rendirme a la acción
transformadora de tu Santo Espíritu. En el nombre de Jesús, Amén.
¡Gracia y Paz!
Dios te Habla
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