Efesios 2:13-14
“Vosotros que en otro tiempo
estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo… Él es
nuestra paz”.
Las riquezas y las glorias
terrenales no dan la verdadera felicidad ni la paz al corazón. En su vejez el
emperador Carlos V dejó la gloria de este mundo para retirarse a un monasterio;
tenía la vana ilusión de que allí encontraría el descanso que jamás había
conocido.
El poeta alemán Goethe, colmado
de honores y dignidades por los grandes de este mundo, en el ocaso de su vida
reconoció que nunca había estado dos días realmente feliz.
¡Cuántos artistas, sabios y
personalidades célebres, adulados por los hombres y colmados de honores,
murieron con el corazón destrozado y atormentado!
Sólo Dios puede dar esa paz que
todos los hombres anhelan. Es la paz con Dios, es decir, la paz de una
conciencia liberada del peso del pecado, justificada por la plena aceptación,
por la fe, de la obra y del sacrificio de Jesús: “Justificados, pues, por la
fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos
5:1).
Pero también nos da la paz de
Dios, la paz del corazón, la que el Señor Jesús conocía perfectamente cuando
estaba en la tierra. Quiere compartirla con nosotros: “Mi paz os doy” (Juan
14:27). Esta paz reina en aquel que confía en Dios y espera en él en todas las
circunstancias de su vida: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas
vuestras peticiones delante de Dios… Y la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo
Jesús” (Filipenses 4:6-7).
“Gracia y Paz”
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