Juan 3:2-3
“Este vino a Jesús de noche, y le
dijo: Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede
hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él. Respondió Jesús y le
dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede
ver el reino de Dios”.
La mala decisión de Adán y Eva ha
afectado a toda la humanidad. Como resultado de su desobediencia, desde ese
momento toda persona ha nacido en el pecado.
Por nuestro corazón pecaminoso (Jeremías
17:9), no estamos aptos para estar en la santa presencia de Dios. Sin embargo,
Él desea relacionarse con nosotros. Por esta razón, Jesús, que no hizo nada
malo, llevó nuestras iniquidades y sufrió la pena de muerte que nosotros
merecíamos. Después se levantó de la tumba, demostrando así que todo lo que
había prometido se cumplirá. De esta manera, Él ha dado a sus seguidores acceso
al Padre celestial. La salvación es un regalo para toda persona que pone su fe
en Jesús, y recibe el sacrificio de Cristo como la expiación por sus pecados.
Cuando recibimos este maravilloso
regalo, se producen varios cambios en nosotros:
Primero, somos hechos personas nuevas (2 Corintios 5:17). Aunque la
condición carnal seguirá allí, la salvación da como resultado el perdón, un
corazón purificado y nuestra adopción como hijos de Dios.
Segundo, nos convertimos en parte del cuerpo de Cristo; es decir,
pertenecemos a la preciosa familia de creyentes del pasado, el presente y el
futuro.
Tercero, pertenecemos al reino de los cielos. Esto significa que, a pesar de
que seguimos viviendo en naciones gobernadas por líderes humanos, nos
desempeñamos bajo la autoridad de Jesucristo.
El verdadero servicio se da solo
cuando dejamos que el Todopoderoso se derrame a través nuestro, que no somos
más que simples vasos en sus manos. Y aunque el impacto no sea evidente para
nosotros, sabemos que Dios ha logrado su propósito: ser glorificado.
“Gracia Y Paz”
Meditación Diaria